La democracia es un sistema político que se basa en los principios de libertad individual e igualdad ante la ley, además propugna la división de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial.
La politización de la justicia, o la judicialización de la política son inaceptables. Desde hace tiempo la intromisión del poder ejecutivo en el quehacer del poder judicial, sin decoro, ni recato, está provocando un amplio rechazo social y profundo malestar en los ámbitos de la administración de justicia. No es propio de democracias estables y consolidadas, si lo es de regímenes presidencialistas en los que las libertades están restringidas y  el poder está controlado por el ejecutivo.
El nombramiento, como Fiscal General del Estado, de Dolores Delgado, exministra de Justicia y, exofficio, Notaria Mayor del Reino, en un gobierno socialista, no es una buena manera de garantizar la independencia del poder judicial. Su idoneidad parece quedar en entredicho por falta de objetividad e imparcialidad. Jamás un gobierno de España se había atrevido a tanto. La objeción es clara, no parece que haya una solución de continuidad entre su puesto como miembro del gobierno, y su nombramiento para dirigir tan alta institución. Su sesgo ideológico quedó evidenciado durante su ejercicio como titular de la cartera ministerial de Justicia,  de una manera vehemente y beligerante.
Su  traslado desde el Ministerio de Justicia, ubicado en el palacio de la Marquesa de Sonora, a la sede de la Fiscalía General de Estado, situado en el palacio del Marqués de Fontalba, no parece que sea éticamente recatado y decoroso. La sombra de dudas es más que razonable.  El informe presentado por Luis Navajas Ramos, más conocido como  el navajazo, ha sido controvertido y criticado. El archivo de las querellas interpuestas contra el Gobierno de Pedro Sánchez por su gestión de la pandemia, ha sido impropio y muy poco estético, parece más una defensa de la actuación del Gobierno que el manifiesto deseo de investigar, como hubiera correspondido al Ministerio Fiscal.