Julio César Izquierdo

Campos de Tierra

Julio César Izquierdo


Elefantes

04/02/2023

Pero uno. Que se balanceaba sobre la tela de una araña. Y como veía que resistía, pues llamó a otro. Así, hasta el infinito. Canciones eternas que para Tiburcio ya eran viejas cuando él era joven. O eso cree. Que tampoco gasta mucho tiempo en hacer según qué cuentas. Pero al menos esbozan una sonrisa mientras repasa los papeles viejos que ha encontrado en el último cajón de la cómoda. ¡A saber la de sábanas y mantas que ha soportado el bicho sin doblársele las orejas ni su eterna nariz! Tantas como la Virgen de la Cueva, de letra y puño de su señora, y que seguro fueron también el deleite de los críos en tiempos de comba y escondite, añadas de pantalón corto y verdugo de lana. Cuando las heridas se curaban al aire como los chorizos de la matanza o regando mercromina cual poción mágica. Cosas de antaño, cuando se besaba el pan que caía al suelo y volvía a la boca como bendecido tras un soplido enérgico y se hincaba la rodilla para hacer dedo, cuarta y pie con la canica de cristal. Días que observaba en sus idas y venidas entre trabajos y quehaceres, escudriñando a unos infantes que se antojaban como un futuro más prometedor que su propio presente. Y todo seguía su curso, vida de juegos y dichos, de refranes y sentencias de raíz popular. De santoral en mano y una cucaracha misteriosa que no podía caminar y que algunos llevaron a la práctica por dar fe si era así al faltar las dos patitas de atrás. Eran clases de anatomía que tal vez tuvieron más víctimas entre las moscas sin alas, vigilados todos por un señor que era Don Gato y que estaba sentadito en su tejado que, casualmente, solía ser el tuyo. ¡Sin 112! Que hubiera venido muy bien para poner en su sitio sus costillas, rabo y espinazo. Aunque tampoco hacía mucha falta, que como bien nos recuerda nuestro buen amigo, resucitaba al olor de las sardinas. Milagros genuinos que terminaban con un grito de guerra que se convertía en corro de la patata o que desplazaban la imaginación al ritmo de un cocherito Leré que podía hilarse debajo de un botón que encontró Martín y que llevaba de premio un ratón chiquitín que no era de Susanita. Son los pliegos resguardados que hoy respiran naftalina y que vuelven mientras amaga con recordar dónde están las llaves. Eso.