Carmen Arroyo

La Quinta

Carmen Arroyo


Asociación, palabra, imagen   

25/03/2021

Me gustan las fresas, solas, con leche, zumo de naranja, vino dulce o vinagre con azúcar. Las primeras aún no tienen ese sabor tan especial que llegará con los próximos meses, pero, ¿quién se resiste a no comprarlas cuando las cajitas de madera que las contienen muestran su color y aspecto tan agradable? 
Hace unos días, en la prensa observé una imagen que me lleva ahora a pensar cada vez que las como en los migrantes cuyas chabolas se quemaron, y el espíritu de permanencia en nuestra tierra les ha impulsado a construirse nuevas casas, dejemos el nombre, para alojarse.
Voy de compras. Observo las terrazas exteriores en los bares. Cada vez con más éxito -me alegro por los restauradores- y pienso por un minuto para qué sirvieron los palés en uno y otro caso, allí y aquí. Para cobijarse durante la noche y en su tiempo de descanso, posiblemente muy necesitado, y aquí para relajarnos, con todo derecho, quede claro. En ambas ocasiones se une la utilidad práctica de los palés, la inteligencia del hombre para reutilizar, dar vida a un material, hasta hace algún tiempo, desechable. Sin embargo, pienso en la diferencia de la utilidad practicada y no hermanada, pues bien distinto es el fin que hay de su uso en ambos casos: chabolas o pasarlo bien.
Me interrogo con estupor cómo los dueños del negocio de los frutos rojos, asociados en grandes empresas, no se deciden a resolver el modo de evitar estas infraviviendas en las que se hacinan seres humanos que trabajan para ellos y que merecen, perdonen si estoy equivocada, unas mínimas condiciones higiénicas en lugar habitable -no voy a entrar en cómo han de ser- pero, al menos, que permitan vivir en condiciones indispensables a toda persona que esté trabajando para sacar un jornal. 
Claro que es muy fácil esperar a que la Comunidad o el Estado solucionen el problema, y las excusas abarcan un amplio abanico. Entre ellas, miedo al efecto llamada. No debo meterme, como diría mi abuela, en camisa de once varas. Sin embargo algo me dice que por ahí abajo, las cosas no van tan bien como deberían y que habrá que compensar de algún modo ese esfuerzo de los temporeros migrantes de trabajar en la recogida o en los invernaderos, para nuestro disfrute, esfuerzo que muchos nativos se niegan a realizar.