Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


Senegalés con niño

10/03/2024

Un tórrido día de agosto, tras cruzar el hermoso paso de Puentecillas, observé en el parque del Sotillo la escena más tierna de este caluroso verano. 
Un joven africano, fuerte, hermoso, negro como el ébano, acunaba en su pecho a un minúsculo bebé, a la vez que le aplicaba un biberón en su párvula boquita. 
Ameth no había cumplido aún los treinta años y, sin embargo, acumulaba biografía como para alimentar la imaginación de varios novelistas. Había llegado a España hacía seis años con un contrato en regla que le permitía la estancia en el país durante la campaña de recogida de fresas en Huelva. 
Pensaba en ganar un dinerillo para ayudar a sus padres, que malvivían cuidando un exiguo rebaño de cabras en una aldea del interior del Senegal. 
Tras la campaña recolectora pensaba volver a su país para continuar sus iniciados estudios de Formación Profesional y especializarse en control numérico de máquinas industriales. Era un buen estudiante.
Toda su vida dio un vuelco en ese verano de 2017. Ameth conoció en los campos de fresas de Lepe a una chica de Palencia, estudiante del último curso de Enfermería, que había acudido a Huelva para trabajar en los invernaderos. Cristina se alojaba en casa de unos tíos carnales y a la vez aprovechaba el verano para ganarse un buen dinerito para sus caprichos. 
¿Existen los flechazos amorosos? ¿Es posible el milagro de Cupido entre una guapa palentina, rubia, de ojos verdes y un joven senegalés negro como un tizón? Sin duda. Desconocemos qué fuerza superior lo provoca. Los jóvenes se comunicaban en francés, idioma que ambos manejaban con solvencia. 
Al acabar la temporada de la fresa, Ameth ya había decidido no regresar al Senegal. Quería seguir a Cristina hasta Palencia, una tierra de la que desconocía absolutamente todo y con un clima que nada tenía que ver con el experimentado por el senegalés en la marisma andaluza. Pensaba convertirse en ilegal, alegal o como quisieran catalogarlo. 
Los padres de Cristina, cultos, inteligentes, bondadosos, accedieron a facilitar la estancia del joven Ameth en España. Le cedieron una habitación en su casa. La cara de felicidad de la hija parecía justificar la decisión de los padres.
Ameth estudió intensamente español durante un año, ayudado por la ONG Palencia acoge, a la vez que fortalecía la relación con su novia. Cuando Cristina acabó sus estudios, se casaron, con lo que se regularizaba la situación del senegalés en España. La joven esposa comenzó a trabajar con contratos temporales en residencias de ancianos y hospitales de la ciudad. Ameth encontró trabajo como guardia de seguridad en Carrefour, en el turno de noche.
Cuando nació el bebé que Ameth acunaba en su pecho en el parque del Sotillo palentino, la situación laboral de la pareja no había cambiado sustancialmente. Cristina había conseguido por fin una plaza estable en una residencia de mayores, con una jornada partida de mañana y tarde. Ameth seguía ejerciendo como segurata del supermercado en el turno de noche.
La pareje apenas tenía tiempo para la convivencia debido a la incompatibilidad de sus horarios laborales. Sólo los fines de semana podían disfrutar de la vida familiar. 
El día que vi a Ameth aplicando el biberón a su retoño, un pequeñín que acumulaba a la perfección lo mejor de cada raza de sus padres, el senegalés mostraba un rostro cansado. Había salido de su turno de vigilancia y, tras llegar a casa y desayunar con Cristina, había cogido al bebé para darle un paseo matinal y que disfrutara del sol y del aire. La madre acudía al trabajo. El padre, si tenía tiempo, dormiría un rato por la tarde después dejar al nene al cuidado de sus abuelos.
Ameth, inclinado sobre la cabecita de su hijo, que comía y dormitaba plácidamente sobe el fornido pecho del padre, observaba fascinado el milagro de la vida de su pequeño. Yo diría que le estaba hablando o cantando en la lengua africana de sus abuelos senegaleses. 
Quizás repetía las mismas nanas que su madre les cantaba a él y a sus hermanos en la choza de la aldea donde se crio. Toda la fuerza de África, su luz, su belleza parecía transmitirse al niño a través de los susurros del padre.
Volví a ver el domingo a Ameth. Iba con Cristina y su bebé, al que llevaban en una mochila que se ceñía al pecho de la madre. Los tres sonreían y parecían intensamente felices. Yo diría que el sol palentino se ensombreció durante un instante, envidioso de la felicidad de la joven familia.