Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


Mujer de negro con perro blanco

21/04/2024

Me suelo cruzar en mis paseos con una señora vestida de negro, elegante, con una cara maquillada en exceso que le confiere un aspecto estrafalario. La mujer, de unos 80 años, va acompañada por un perro grande, blanco.
Un día el animal se abalanzó sobre mí. No tengo miedo a los perros. Tampoco simpatía. Creo que los canes detectan que no pertenezco a su club de fans.
     - Disculpe, señor. Pincho se pone muy contento cuando llegamos a este sitio y salta alborozado esperando que le premie con una golosina. 
     - ¿Qué tiene de especial el lugar?
- Aquí se cayó mi marido hace diez años. Apareció muerto días después en la dársena. Su perro señaló el lugar y facilitó la búsqueda del cadáver a la policía.
- ¿Es este su perro?
- No. ¡Qué va! El pobre Leal murió hace tres años. Lo sustituí por Pincho que es un calco de la mascota de mi marido. Vengo todos los días dando un paseo hasta aquí. 
Me despedí de la señora con curiosidad por saber más detalles de su historia.
Días más tarde, un policía veterano al que conocí en mi barrio me facilitó muchos datos sobre el caso. En una ciudad pequeña como Palencia no son tan frecuentes los sucesos como la muerte de Blas. Ana, hija única de una acomodada familia, fue una eterna postulante a casarse con un joven guapo de la ciudad. Sobre todo, joven. Sentía una incontrolable atracción por los hombres jóvenes. 
En su eterna búsqueda del hombre ideal consumió los mejores años de su vida. Cuando murieron sus padres Ana dirigía una próspera zapatería en la mejor zona comercial de la ciudad. El negocio y un ático en la calle Mayor constituían su herencia. Según iban pasando los años cada vez eran más jóvenes los empleados que contrataba. De todos se acababa enamorando y por todos terminaba siendo rechazada.
Ana no soportaba envejecer. Creía vencer el paso del tiempo vistiendo con ropas poco adecuadas a su edad y abusando del maquillaje. Hasta que conoció a Blas, veinte años más joven, cuando la zapatera ya frisaba los cincuenta. Blas era alto, musculado y guapo. Aceptó sin reservas la relación con su jefa y no tardó ni un año en pasar por la vicaría para legalizar su compromiso. Ana paseaba a su flamante esposo por todos los cenáculos de la ciudad. El Casino, las mejores cafeterías y restaurantes acogían a la desigual pareja. Ella, cada vez más vieja y arrugada. Él, hecho un pincel. 
Había un problema. Blas era homosexual, desde su juventud, desde que estudiaba en los Maristas. Y lo seguía siendo a los treinta años, cuando aceptó casarse con Ana. El marido no oculto su orientación sexual a la esposa. El matrimonio llegó a un pacto singular. Todos los veranos irían de vacaciones a Benidorm y allí Ana permitiría que Blas diera rienda suelta a sus instintos, en un ambiente más liberal que el de Palencia. A cambio, Blas se comportaría como un esposo ejemplar y cariñoso, abandonando otras relaciones con hombres. Y ambos cumplieron sus papeles.
Con los años la pareja cada vez resultaba más extravagante. El afán de la mujer por aparentar cuarenta años cuando ya había sobrepasado los setenta, sus pelucas, sus vestidos resultaban inapropiados y anacrónicos. Sin embargo, Blas, con cincuenta años, tenía un aspecto envidiable, sin amaneramientos que hicieran sospechar sus gustos sexuales. 
En 2010 el marido comenzó a incumplir sus compromisos matrimoniales. El ambiente liberal de la época propició que el mundo homosexual saliera del ostracismo y empezara a disfrutar sin tapujos de su orientación sexual. Incluso, en Palencia. Como no parecía prudente mantener relaciones notorias que hubieran hecho saltar por los aires su matrimonio, Blas recurrió a la prostitución. 
Tenía encuentros con chicos cada vez más jóvenes y menos éticos. Solía contratar los servicios de sus amantes al atardecer, en el camino que conduce desde la dársena al canal de Castilla. Siempre iba acompañado de su perro. 
Un día no regresó. El joven prostituto, al querer arrancar del cuello una cadena de oro que lucía Blas, le empujó. Su cabeza se golpeó contra un hito de piedra a orilla del cauce. Murió en el acto. El puto solo tuvo que empujar el cuerpo al agua y desaparecer.
Días después el cadáver aparecía flotando en el embarcadero. No se investigó demasiado el suceso. Accidente con resultado de ahogamiento de un varón de 51 años. Desde ese día Ana, de luto riguroso, visita con su perro blanco el lugar en que desapareció su marido. Reza una oración y regresa a casa.