Mikel Garciandía

Carta del obispo

Mikel Garciandía

La Carta del obispo de Palencia


¡Qué miedo!

25/02/2024

Queridos lectores, paz y bien.

En este segundo domingo de la Cuaresma, los seguidores de Jesús de Nazaret, el Cristo, recibimos el Pan y la Palabra para nuestro camino con unas notas especialmente luminosas. El Señor invita a sus amigos y seguidores más cercanos a subir al monte Tabor. Quiere anticiparles por un momento la infinita alegría y potencia de su gloria divina para que el miedo no les atenace, no les haga abandonar su vocación, en definitiva, no los derrote.

Puede parecer una cuestión menor, pero no lo es para las personas que desean aventurarse y tomarse su vida en serio. Por ejemplo, me gustó mucho que los jóvenes de la Acción Católica General de nuestra diócesis abordaran el tema del miedo en su retiro de la semana pasada. Y en el diálogo que mantuve con ellos, destacaban entre sus miedos más comunes dos: el miedo a no cumplir las expectativas que los demás se hacen de ellos y el miedo a la muerte de sus seres más queridos. Esto dice mucho de nuestros jóvenes. Por una parte, desean vivir de manera responsable y contribuir a lo que la sociedad necesita de ellos, y por otra, son muy sensibles a la pérdida de sus seres más queridos, cuyos fallecimientos les hieren muy profundamente.

Llegamos hoy al capítulo nueve del Evangelio de San Marcos. Es un momento muy delicado y crucial para la comunidad de los apóstoles de Jesús. El Maestro les ha anunciado lo que durante los primeros meses de su misión ha mantenido oculto: «el Hijo del hombre tiene que padecer mucho, ser reprobado por los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, ser ejecutado y resucitar a los tres días» (Mc 8, 31). Y la reacción de Pedro ha sido tan humana como hubiera sido la tuya o la mía: «entonces Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo» (Mc 8, 32). Muy humano, muy normal, reprochar al Señor, tratar de cambiar su intención, en definitiva, no aceptar un Dios frágil, vulnerable, entregado y sacrificado.

Jesús no se echa atrás, sino que acaba de revelar su intención para cada uno de sus seguidores y discípulos: «si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará» (Mc 8, 34-35).

Jesús ama entrañablemente a Pedro y a los demás, y percibe, huele su miedo y su terror, y a los seis días decide llevarlos al monte Tabor. Allí les dará el antídoto para sus miedos, y para que no se avergüencen de él y le sigan hasta el final. Cuando pregunté a los jóvenes sobre sus miedos y me dieron esa respuesta tan sincera como hermosa, les respondí diciendo que sólo existe un antídoto para el miedo. Este antídoto es, según los cristianos, el amor. «Lo mismo que los hijos participan de la carne y de la sangre, así también participó Jesús de nuestra carne y sangre, para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al diablo, y liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida como esclavos» (Hb 2, 14-15). La de Jesús es una muerte por amor y para la vida.

El cardenal San John Henry Newman decía: «fear not that thy life shall come to an end, but rather that it shall never have a beginning» (no temas tanto que tu vida tenga un final, sino más bien, que tu vida nunca haya tenido un comienzo). Sólo puede morir el que ha vivido; quien no se atreve a vivir, a amar, a perdonar, a servir... está todavía en la oscuridad y muerte, aún no termina de nacer. Ojalá cortemos el cordón umbilical que nos encadena al miedo, y vinculemos nuestro corazón a la ternura y al humor, anticipos humanos del amor.
Así es, sólo puede morir quien ha vivido. Mi madre murió hace unos meses, y le dio una preciosa respuesta a la cardióloga que le anunció que le quedaban pocos días. Mostrándole ambas manos, le dijo: «estoy bien, ¿ves estas manos? las vuelvo llenas a la casa del Padre».

Jesús nos invita a abandonar una vida servil, atenazada por la necesidad de no decepcionar y de que no me retiren el aprecio. Los demás pueden trasladarme sus expectativas y meterme presión. Nos hace bien subir con Jesús al Tabor. Allá sólo se escucha la voz del Padre.
 

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