Javier Villán

Javier Villán


Rogativas para pedir la lluvia

18/04/2023

OPINIÓN.- Hoy me parece que, en los pueblos,  ya nadie hace rogativas para impetrar la lluvia. Eso me dicen al menos mi amiga, la señora Julia, Julia Gil, y Miguel, su marido, de Carrión de los Condes. Y Arturo Gil, cronista oficioso de la comarca, que lo sabe todo, o casi todo, un Séneca de secano. 
Arde España, sus bosques, sus pueblos. España en llamas. La sequía, de la cual casi nos habíamos olvidado,  desde que Franco la usara en sus discursos como coartada para explicar las penurias de su dictadura, ha vuelto; españoles, después de tres años de guerra, cinco de postguerra y de tres de pertinaz sequía… decía el Caudillo. 
Barcelona, donde viví felizmente la década de los  sesenta del pasado siglo XX, se ahoga, se asfixia según me cuentan algunos amigos.  Que yo recuerde, Barcelona nunca había tenido sed. No infrecuentemente la inundaban imprevisibles y furiosas tormentas, el diluvio universal. Yo, antes que preocuparme de la sequía, me preocupaba de aprender catalán para leer el memorable libro, La pell de Brau, de Salvador Espriu, sin traducción ni diccionario. Y para entenderme con la gente de la calle.
De la sequía, mis recuerdos más intensos son los de mi infancia en Torre de los Molinos, mi aldea de Palencia.  Me acuerdo de las rogativas, de madrugada, todo el mundo en procesión. El cura, revestido de capa pluvial, salmodiaba una retahíla de vírgenes y santos y la gente respondía «ora pro nobis, santa dei genitrix, ora pro nobis, santa virgo virginis, ora pro nobis, refugium pecatorum, ora pro nobis…».  
Y así hasta treinta o cuarenta invocaciones o acaso más. Con tanto santo y tanta virgen, la lluvia estaba asegurada incluso antes de que acabara la procesión, aunque no siempre. Yo era el monaguillo, vestido de roquete, y llevaba un calderillo de cobre o de latón, no recuerdo bien, medio lleno de agua bendita.  Y el hisopo, un aparato con mango y una bola agujereada para rociar los secarrales. 
Cuando regresábamos a la iglesia, el señor cura exhortaba a los feligreses a dar limosna para el culto y yo pasaba la bandeja. Quien no echaba en la bandeja, echaba directamente en el cepillo, que era una caja de madera con ranura, colgada de una columna de la iglesia. Esto no ocurría en todos los pueblos, pero en Torre de los Molinos, sí. Y una de dos. O llovía o no llovía. Asegún.