El Niño Santo de Olivares

Fernando Pastor
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La chanza burlona del oro provocó que el niño y su madre desaparecieran del pueblo

El Niño Santo de Olivares

El investigador y escritor Jesús María Pelayo me puso sobre la pista de una historia real pero con tintes de leyenda que él mismo había recogido en su pueblo, Olivares de Duero.

En 1917 habría llegado para instalarse en esta localidad del Cerrato vallisoletano una mujer viuda con su hijo, un tanto desnutrido, de nombre Felipe. Pronto el chico cogió fama de experto curandero, con su dosis de consustancial adivino.

Los vecinos acudían al domicilio de Felipe y su madre, en la calle de La Fuente, y salían maravillados de las dotes adivinatorias sobre su salud (otra cosa era el poder de sanación que pudiera tener), por lo que no solamente se fue corriendo la voz sino que comenzó a ser conocido como el Niño Santo. 

Hasta que se descubrió la trampa. Los pacientes debían esperar su turno en una habitación que hacía las veces de sala de espera, y allí se confesaban entre ellos sus dolencias. La madre de Felipe, escondida tras una cortina, lo escuchaba y se lo trasmitía a su hijo, de tal forma que en cuanto cada paciente entraba en la consulta el adivino de pacotilla vaticinaba su dolencia con una rapidez pasmosa tras una mínima y teatral auscultación. El paciente quedaba cautivado y no se desviaba ni un ápice del tratamiento prescrito.

Pero antes de ser descubierto dio un salto cualitativo en su poder de sugestión sobre los vecinos de Olivares de Duero. Les convenció de que había grandes cantidades de oro enterradas en un montículo conocido como El Palacio, sobre el que en la edad media se asentaba un castillo amurallado en el que, según escritos de Juan II, se guardaba el dinero para las batallas contra los árabes.

El caso es que convenció a muchos vecinos para acudir al Palacio en busca de este particular e imaginado El Dorado. El propio alcalde en aquel momento, Regino, envió a los empleados municipales. Los terratenientes de la localidad aportaron sus trabajadores para la tarea de picar, acordando que cuando apareciera el tesoro harían una repartición en función del número de obreros aportados por cada uno.

El trabajo a destajo no dio ningún fruto, por lo que, para evitar el desánimo entre los picadores, el alcalde ideó una treta: por la noche enterraba restos de cerámica para que cuando al día siguiente se reanudara la búsqueda el hecho de que apareciera algo, aunque no fuese el oro prometido, animara a continuar con bríos renovados. Otros dicen que eran restos arqueológicos y su aparición no se debió a ninguna treta del alcalde.

Tanto horadaron que alcanzaron la capa freática y lo que salieron fueron buenos chorros de agua. Del oro, ni noticia.

El propio Niño Santo, para cubrirse las espaldas por su falacia y en una huída hacia adelante, llegó a decir que «es que primero tiene que aparecer un dragón echando fuego por la boca, que es el guardián del tesoro» y que el tesoro tardaba en aparecer porque se movía de un lado a otro.

Entre unas cosas y otras la chanza burlona hacia los habitantes de Olivares de Duero fue de aúpa, tanto en la capital como en las localidades limítrofes. Principalmente los de Quintanilla de Abajo, con los que por ser limítrofe mantenían gran rivalidad. Esta rivalidad es célebre, ya que ha provocado peleas a pedradas desde ambos lados del puente que separa las dos localidades, e incluso hay quien dice que se rechazan servicios para sus pueblos con el único propósito de que no se beneficien los del otro; situación que ilustra perfectamente el famoso dicho de si me dan algo con la condición de que a mi enemigo le dan el doble, elijo quedarme tuerto.

Todo ello provocó que el Niño Santo y su madre desaparecieran del pueblo.

Algunos años más tarde, concretamente el 9 de febrero de 1923 (el pasado jueves se cumplieron cien años justos), las malas condiciones climatológicas obligaron a aterrizar en Olivares de Duero a un avión de las Fuerzas Aéreas que volaba de León a Alcalá de Henares, permaneciendo varios días en la localidad cerrateña. Cuando pudo retomar el vuelo dio varias vueltas al pueblo a modo de despedida, y su rebufo hizo que volaran también las gorras y boinas de los congregados.

Este incidente del avión posibilitó que en los pueblos de alrededor se cambiara de tema y no siguiera la burla provocada por el Niño Santo.