Ensoñaciones | Je suis un Flâneur

Jesús Martín Santoyo
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Soy un paseante que fija su atención en personas y escenas y luego inventa historias

Ensoñaciones | Je suis un Flâneur

Hace seis meses que resido en Palencia. Creo que la palabra que mejor define mi forma de vivir y de comportarme es «Flâneur».

El vocablo francés se popularizó a finales del siglo XIX y principios del XX. Se usaba para definir la actitud de ciertos artistas parisinos, cuando la capital de Francia era el centro cultural del mundo. Se referían con ella a «paseantes», «deambulantes», que callejeaban sin rumbo fijo y observaban con curiosidad la vida de su alrededor. Casi todos los flâneurs franceses, diletantes consumados, añadían otros matices al término. Se veían a sí mismos como objetos artísticos a los que contemplar y admirar como obras de arte. No les faltaba ego a los pintores y poetas de la bohemia francesa y lo alimentaban con su extravagante estética externa, muy a contracorriente de la moda de sus convecinos.

Evidentemente, mi autodefinición como flâneur se ciñe sólo a la primera acepción de la palabra. 

Soy un paseante, sin ruta fija, que observa, que fija su atención en personas y escenas de la vida rutinaria y que luego se inventa historias, ensoñaciones sobre lo contemplado. 

Nunca me cansaré de repetir a todo el que me pregunta por mis creaciones literarias (novelas, cuentos o estas humildes aportaciones que irán apareciendo en este periódico) que los que escribimos siempre estamos hablando directa o indirectamente de nosotros mismos. Sólo los escritores dotados de un talento descomunal son capaces de enmascarar esta primera intención, consiguiendo que no se note. 

Mi afición a la observación me lleva a describir personas y a inventarme historias para mis criaturas. Unas veces son relatos amables. Otras, más crueles. Siempre respetuosos. En algunas fábulas predominará la ficción. En otras, la acumulación de datos reales. 
De esta forma recrearé la vida del mendigo Maurycy, o me imaginaré las preocupaciones del pescador de cangrejos de río, o del anciano que se desplaza por mi barrio en una silla de ruedas motorizada. 

Hay cientos de personas con las que me cruzo cada día que a buen seguro cuentan con interesantes vivencias que, bien narradas o imaginadas, entretendrán la vida de los lectores. 

Puede ser la chica a la que veo hacer malabares al comienzo de la calle Mayor y que a cambio obtiene unas monedas que le permiten seguir viajando modestamente con su bicicleta y su perro por España. Seguramente se incorporará a sus estudios universitarios en octubre. O el joven repartidor de Amazon que sueña con disponer algún día de un empleo mejor, más estable, para poder alquilar un apartamento y mudarse a vivir con su novia, cajera de Agropal. U otro mendigo como Maurycy, tan viejo y abandonado como él, con un puesto fijo para ejercer la mendicidad junto a la iglesia de San Lázaro, con su cara de frío y de derrota, sin esperanza, pero con una biografía que seguramente explica su penuria.  O esa muchacha que tras romper con su marido se ha emparejado con quien hasta hace unos meses era su cuñado.  

O esos sesentones que veo caminando por la ciudad los fines de semana  haciéndose arrumacos y agarrándose por la cintura. Creo que la mayoría de ellos son nuevas parejas surgidas en las aplicaciones de citas por internet que, tras semanas de conversaciones en el chat de la plataforma, celebran sus primeros encuentros cara a cara. O los operarios de la obra de construcción que hacen una parada a media mañana para tomar el bocadillo y reponer fuerzas. Hablan de sus vidas, de los estudios de sus hijos, de fútbol, de la subida salarial, de los distintos dolores causados por un trabajo muy físico y casi siempre a la intemperie. O la joven emigrante que pasea cada día arrastrando la silla de ruedas de una nonagenaria a la que cuida y atiende porque los hijos de la señora no pueden debido a sus trabajos o a sus lugares de residencia, a veces en la otra punta del país. 

También me fijo en los solitarios, en los que eligen caminar con sus cascos, oyendo música, encerrados en su propio mundo interior. Y en los desequilibrados que pululan por el centro de la ciudad. Hay un señor de mediana edad al que veo a menudo con la cabeza apoyada en una de las columnas de lo soportales, como si la estuviera sosteniendo. Parece embelesado. 

O las despedidas y abrazos que se producen en los andenes de la estación de ferrocarril, con tristeza, pero a la vez con la esperanza de un pronto reencuentro. 

En fin, cientos de historias, de ensoñaciones que pasan delante de mis ojos, que luego novelo y que irán apareciendo en estas páginas del periódico.