Queridos lectores, ¡alleluia! Sucede cada año. Por mucho que hayamos vivido la Cuaresma, por muchos ayunos, limosnas, oraciones, por mucha emoción de Semana Santa, nos llega sin estar preparados. Como por sorpresa. Ayer la procesión de la Virgen en la plaza de la Inmaculada antecedió sin pausa a la Vigilia Pascual. El Santo Sábado discurre en la liturgia en un enorme y sobrecogedor silencio. Y la mañana del primer día de la semana nos trae ecos de unas mujeres que salen del Cenáculo antes de rayar el alba para asomarse a un sepulcro sellado por una enorme roca.
Nos pilla impreparados, como por sorpresa. Por mucho que Jesús nos lo anunciara por tres veces. Por mucho que Él mismo se convirtiera en Pan de Vida y Cáliz de Alianza Eterna, que hablara del Amigo que muere por dar Amor incondicional, definitivo, salvador... El acontecimiento de la pasión y muerte de Jesús nos es más familiar, asimilable. «Todos hemos de morir, nadie ha vuelto de allí», decimos en los velatorios. Nos hemos hecho al triunfo del pecado y de la muerte. Qué difícil es vivir ya aquí y ahora la Resurrección y la Vida.
Somos hijos de nuestro tiempo. Por una parte, el materialismo liberal o marxista ha traído una persistente lluvia ácida que quema todo atisbo de trascendencia y esperanza. Todo empieza y termina aquí, «renunciad a toda esperanza», como reza la puerta del infierno en la obra de Dante. Por otra parte, el espiritualismo quita sustancia y carne a la salvación. Dios no tiene nada que ver ni aportar a la fragilidad humana, al drama de existir. Sólo cabe renunciar a nuestro cuerpo e historia para fundirnos en una totalidad en la que el yo desaparece.
Queda una tercera vía, pequeña, profética, impredecible, asombrosa: dar crédito a esas mujeres que se han deslizado desde el monte Sión hacia la puerta que da salida hacia el Gólgota, y que los soldados acaban de abrir, una vez concluido el Shabbat, el primer sábado de la primavera. Ellas han cambiado. Para siempre. Ya nunca tendrán miedo. No habían dejado de escuchar a María, la Madre del Señor. Ni la han abandonado, ni siquiera al pie de la Cruz. Y ahora sus gritos de júbilo y cantos han conmovido al mismo Simón Pedro, que espoleado por Juan ha salido corriendo hacia el sepulcro.
Esa es la única carrera lícita y legítima de todo cristiano. Correr hacia el sepulcro, para ver si lo que atestiguan las mujeres es cierto o no. No hay que tener ninguna prisa para lo que no es lo más importante. Pero sí para lo que puede ser la Gran Noticia que desde el alba de la historia toda mujer y todo hombre esperan. Y dos mil años después, los apóstoles de Jesús lo siguen haciendo: «nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos. De él dan testimonio todos los profetas: que todos los que creen en él reciben, por su nombre, el perdón de los pecados» (Hch 10, 42-43).
Pedro ha hecho lo inconcebible, ha ido a una ciudad pagana, a Cesarea Marítima, donde están acantonados los legionarios romanos de Palestina, y ha entrado en casa del centurión Cornelio. Ahí comienza la fusión y comunión de razas, lenguas y tradiciones que constituyen el Catolicismo, es decir, la Universalidad. Pedro en casa de un pagano, compartiendo mesa y vida. Este texto lo escogió el Papa Francisco para inspirar el Sínodo en el que estamos inmersos.
Jesús, el Señor ha resucitado, y todos han de saberlo. Nadie puede quedar excluido de este Evangelio. Cada vez más amigos y vecinos nuestros, en la ciudad y en nuestros pueblos desconocen la Noticia. Iglesia sinodal, en salida, clama el Santo Padre. «Nos encargó predicar al pueblo», os recuerda este pobre obispo. Nuestra identidad como cristianos es la de hijas e hijos. Eso es vivir la Resurrección: haber encontrado a Cristo en nuestra vida y volver a la carrera al cenáculo, para encender e incendiar de amor la comunidad, y de ella salir a por todos. Domingo y Vida, comunidad y pueblo, alegría y anuncio.
O somos esto, o no somos nada. Impreparados y como por sorpresa. Jesús está aquí y ya no nos abandonará nunca más. Cincuenta días para descubrir, celebrar, acoger el Don de su Vida. Lo viejo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Por puro regalo, por la locura divina del Amor que sólo sabe dar, darse, derramarse, habitar, sanar. La locura que todo lo cura.