Comienza la decadencia de la derecha occidental

Carlos Dávila
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Comienza la decadencia de la derecha occidental

En el horóscopo chino que, según dicen, es más riguroso que el nuestro, la cabra significa paz y prosperidad, lo que pasa es que a veces -los años son así- este mamífero se contradice a sí mismo y nos depara todo lo contrario: desasosiego y guerras. Esto es lo que sucedió en 2003 en el que la cabra era el signo feliz de los orientales. En Occidente acaeció al revés: el dichoso caprino nos trajo la penúltima guerra sangrienta de la que tenemos noticia en el mundo: la invasión de Irak y el consiguiente conflicto bélico que se arrastró hasta 2011 con un Sadam Husein ya ejecutado y un país en bancarrota que aún lucha por sobrevivir. La guerra se veía venir con la excusa -acuérdense- de las famosas armas de destrucción masiva. Bush Jr. se lo tomó en serio, formó una coalición internacional y a la una del 19 de marzo, las tropas aliadas bombardearon todo lo que encontraron de por medio. Los ejércitos (sin soldados españoles) no habían hecho el menor caso a la descomunal movilización popular que se desencadenó por todo el mundo. Aseguran que es la mayor que se ha producido en toda la Historia de la Humanidad. 

No valió para nada, con armas atómicas o sin ellas, asunto que todavía no se ha dilucidado, el tremendo asalto al sobredimensionado Hasan Husein duró apenas dos meses. Los que tardó el presidente americano en presumir ante su Congreso que había liquidado al dictador sanguinario, fustigador de los kurdos. España estuvo en el conflicto de aquella manera; como indicaba un general de los de entonces «ni tanto, ni tan calvo», o sea, que ayudamos porque los aviones de la fuerza internacional repostaban en nuestro suelo, pero tampoco empuñamos el fusil sobre aquel terreno. El caso sólo valió para que José María Aznar se fotografiara en Las Azores con el yanqui tejano George Bush y con el laborista Tony Blair, de repente disfrazado de conservador y convertido, por amor a su mujer al catolicismo. Desde aquel siniestro bélico, Aznar y su Partido Popular empezaron a no levantar cabeza, aunque todavía se produjo una excepción relevante: en mayo y en las elecciones municipales el PP cosechó la hermosa cifra de 23.000 concejales, por delante del PSOE que logró algo menos: 22.000. Pero la caída del PP ya se estaba dibujando.

 En un país que, a mayor abundamiento, se enfadaba de lo lindo con los restos que había vomitado el petrolero Prestige del que tanto hemos hablado. Los Nunca Mais se emplearon a fondo con sus protestas que llevaron desde Galicia hasta Cantabria, mientras voluntarios y tropas hispanas de toda índole se ocupaban de la limpieza del crudo. Se presumió de forma apocalíptica que aquella hecatombe iba a durar 100 años, pero ya se constata que la interesada profecía erró de medio a medio: en sólo dos años la catástrofe estaba paliada. De todos modos, aquí dentro no estábamos para muchas alegrías, pero sí para gozos de la prensa rosa. De sopetón y en noviembre se anunció que el Príncipe Don Felipe de Borbón había sentado la cabeza, tras el sofocón de la Sannun, y se había enamorado de una periodista de primer orden: Leticia Ortiz Rocasolano. Desde el primer momento se vio que ella, tan movidita de común, no se iba a conformar con su papel de florero; ¡que va!. Intentaron sacar sus vergüenzas más íntimas (había estado matrimoniada con un oscuro profesor de instituto) pero permaneció incólume, como si aquella campaña, bastante sucia por cierto, no fuera con ella. 

 La posterior boda tapó las miserias de aquella España en el recién estrenado siglo. ETA seguía a lo suyo, matando sin parar y con víctimas especialmente sensibles, por ejemplo, el jefe local de la Policía de Andoain (Guipúzcoa) Joseba Pagazaurtundúa, un socialista de toda la vida. La familia después se ha sentido traicionada por su propio partido. Aquel aviso de la madre de la víctima dirigido a sus propios compañeros de organización todavía hoy resuena en la conciencia de todos nosotros: «Haréis cosas -les advirtió- que nos helarán la sangre». Lo cierto es, en todo caso, que aquel Estado se defendía con la Justicia por delante del etarrismo feroz, hasta el punto de que la pata «política», llamémosla así, de la banda Batasuna fue ilegalizada de acuerdo con la letra y el espíritu de la Ley de Partidos que habían aprobado en comandita PP y PSOE. Fruto de aquella colaboración concreta se pudo modificar el Código Penal para el cumplimiento entero de las penas impuestas por terrorismo u otros crímenes graves. Hoy, de aquellos pactos y de aquella ilegalización no queda vestigio alguno.

 Pero vestigio, lo que se dice vestigio tuvo en aquel ejercicio revelaciones muy interesantes; fíjense, la revista científica Nature, el culmen del prestigio universal, publicó en marzo que en Italia se habían hallado huellas de un hombre erguido con un antigüedad de 350.000 años, o sea, fue la primera noticia que se tiene, aún en la actualidad, de nuestros antepasados erectos. 

Y casi al mismo tiempo, desde Estados Unidos se comunicó planetariamente que nuestro genoma se había completado. En ese momento nació una nueva visión de la Biología y la Medicina que ha permitido avances descomunales en el diagnóstico y tratamiento de cientos de enfermedades, porque, también desde aquel día, se supo que de la aparición de una patología concreta, el cincuenta por ciento tiene la culpa la genética, lo que nos han dejado nuestros veteranos como herencia. 

 Algo sensacionalmente novedoso. Y es que en opinión de muchos especialistas reputados la década que recorre desde el propio 2.000 al 2010 fue prodigiosa en avances de todo tipo. España no se quedó atrás, pionera en el realización de trasplantes de órganos en uno de los mejores hospitales de Europa, el madrileño de La Paz, se realizó uno francamente revolucionario: a un paciente se le insertó todo un nuevo aparato digestivo, desde el esófago hasta el colon, algo que no se había conseguido con éxito nunca antes. Pero, no crean, en ocasiones las noticias no eran tan excelentes porque se supo que la popular oveja clónica de nombre Dolly se había muerto atenazada por mil desgracias descriptibles. Fue un mazazo para toda Ciencia que, además, en aquellos días luchaba contra un virus que, como siempre, al decir de los microbiólogos, nos vino de África, el maldito Ébola. Aquel virus nos pareció entonces el no va más de siniestralidad, pero en España sólo causó, que se sepa, dos fallecimientos. Aterrizó después la Covid-19 y ya se sabe cómo nos ha maltratado.

 Vino a España por quinta vez el Papa Juan Pablo II y la gente católica se agarró a su enorme tirón popular para predicar que, de nuevo, esta España nuestra, tan hastiada de luchas endógenas y concentraciones manejadas por la izquierda marxista, volvía a creer en algo, incluso en Dios. Pero en definitiva el país estaba dividido en dos; lo consagró así el Pacto del Tinell que apartó a la mitad de los españoles, los conservadores y liberales, y les condujo a las tinieblas exteriores de la vida política y social. No se libró de la marginación ni el catalán de Convergència i Unió, Jordi Pujol, que el 20 de diciembre, tras 23 años de poder, entregó el mando al socialista Pasqual Maragall, ahora asolado por una Alzheimer que él anunció personalmente.