2017. El gran estallido catalán

Carlos Dávila
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Tsunami, sismos, catástrofes naturales… no nos faltó de nada

2017. El gran estallido catalán

La verdad es que la enunciación china -su horóscopo- para este año no aventaba nada bueno. El Gallo, el animal retratado para este ejercicio, es en el peculiar ejercicio de adivinación oriental, un sujeto nada agradable: excéntrico, impertinente, ufano y, lo que es peor, aviso y reclamo de algunas catástrofes. Así sucedió realmente en este 2017 en que menudearon diversas desgracias a gogó, desde atentados, tiroteos en la América profunda y desconocida, terremotos, huracanes, vamos… de todo. 

Aquí, en el suelo patrio, los dramas iban a llegar por el Este. Concretamente por el antiguo Principado catalán. Estábamos aún en pleno verano cuando Barcelona estalló en tragedia: una furgoneta arrolló en las peculiares Ramblas a todo lo que encontró por delante, personas incluidas, en unos de los atentados más sangrientos desde que ETA, muy recientemente, había dejado de matar. En Cambrils, ciudad mediterránea costera, se repitió el atentado y aquellas jornadas se convirtieron en ejemplo, casi todos malos, de muchas cosas, sobre todo de la inaudita falta de entendimiento entre administraciones, síntoma, de la anormalidad levantisca que había establecido el independentismo en toda la región. Y es que, apenas amainados los ecos de aquella brutalidad protagonizada por la Yihad, ardió una doble revuelta: la política y la institucional protagonizada por los secesionistas, y la callejera que convirtió la que durante muchos años fue la ciudad más europea de España en una mala suerte de suburbio encendido parisino.

El día 1 de octubre, y contra todas las luces de la razón y una falta de conocimiento por falta de la Seguridad, espías incluidos, del país, los independentistas con un individuo iluminado de apellido Puigdemont a la cabeza, organizaron un referéndum ilegal para acrisolar la separación del resto de España. Se importaron urnas chinas traídas a los puertos españoles en coches particulares, se construyó un censo falso a beneficio de los convocantes, se lanzaron los bárbaros a las calles y allí en la Cataluña siempre del consabido «seny», se articuló una trifulca de no te menees, cuyos siguientes episodios fueron los siguientes: Manifestaciones en pro y en contra de la segregación que terminaron en enfrentamientos más violentos que retóricos, agitación social sin precedentes, declaración unilateral de independencia y la archifamosa DUI que fue uno de los bastiones tenidos en cuenta a la hora de arrestar, detener y juzgar a sus promotores, y ya en el colmo de los momentos chuscos, una exaltación independentista que duró exactamente 30 segundos. El tiempo que empleó el entonces presidente de la Generalidad, Puigdemont, en prepararse una fuga fuera de España escondido como un quinqui en el maletero de un coche. 

De Barcelona salió para Marsella y de ahí aterrizó en Bruselas donde todavía sigue. Los organizadores, con el radical pícnico Junqueras de líder, entraron y salieron de la cárcel, y el Estado, dispuesto entonces a no dejarse comer la merienda, consenso con sus dos grandes partidos a la sazón, PP (el que estaba en el Gobierno con Rajoy) y el PSOE la aplicación de un artículo-límite, el 155 de la Constitución, que dejó por un par de meses a Cataluña sin autonomía. La verdad es que pocos ciudadanos notaron aquella ausencia; es más, pareció, según todo tipo de opiniones, que la gente estaba viviendo mejor. Los fautores de la rebelión fueron acusados de sedición y malversación, gracias al ímprobo trabajo de la jueza Carmen Lamela pero, ya se sabe que solo cinco años más tarde aquellos delitos han desaparecido del Código Penal. Eso a la espera de que la rebelión se invierta en un artículo de lujo para la exhibición de la gobernanza española. 

Que entonces, dicho sea al paso, estaba bajo mínimos. Había llegado al poder el PP de Rajoy que se encontró el país en quiebra técnica. El político impopular, Montoro se apellidaba el tipo, que había prometido ininterrumpidamente bajar los impuestos hizo exactamente lo contrario, gracias a la desfachatez de ese ministro de Hacienda que perpetró hachazos fiscales contra todos los que le habían apoyado. Ahí, en este trance comenzó el PP a perder su mayoría absoluta. Lo cierto es, sin embargo, que aquí, en el Tesoro Español, no había un euro, tampoco en los bancos que tuvieron que ser rescatados nada menos que con 60.000 millones de euros, una fortuna que aún estamos pagando todos los sufridos contribuyentes hispanos. Como además, y también por entonces, España parecía, a la francesa, un presidio abierto, el malestar en las calles, azuzado desde la izquierda por la falta de mohína y por el alumbramiento constante de casos de corrupción crecía por momentos. Nada menos que el que había sido poderoso vicepresidente del Gobierno, autor del milagro económico español, Rodrigo Rato, fue condenado a cuatro años de cárcel por su papel en la administración de la caja reunificada, Bankia. Salió, al cabo, pero nunca recuperó el prestigio, como tampoco lo hicieron los dos vicepresidentes que había nombrado Esperanza Aguirre en la Comunidad de Madrid, Ignacio González y Francisco Granados, ambos, también, se pasaron una temporada larga en la cárcel

Y encima, por ahí fuera, pintaba bastos por el mundo desde que a principios de enero el sorprendente empresario Donald Trump juró su cargo como presidente de los Estados Unidos. «América, lo primero», proclamó y desde entonces llevó a cabo una política marginadora y exclusivista que dejó a Europa en su nivel menos propio de prestigio e influencia. Por todos los lados nos salían grietas, algunas de una enorme desgracia. Recuérdese a estos efectos el accidente de aquel mal llevado avión Yack 47 que sembró de cadáveres una colina lejana cuando muchos militares regresaban de una misión exterior. El Consejo de Estado, con muy mala intención, volcó la principal responsabilidad sobre el que había sido ministro de Defensa, Federico Trillo, y éste, ya embajador en Londres, tuvo que declinar su cargo. En el trance cayó también un médico militar español, el general Navarro, al que unos investigadores precipitados e injustos le echaron la culpa nada menos que de la diseminación de los cuerpos por aquel horrible paraje.

A todas éstas, Rajoy fue elegido presidente de su partido casi a la búlgara, con el 95 por ciento de los votos, y un político emergente, un estalinista de tomo y lomo, Pablo Iglesias, se coronó también como secretario general del naciente, hoy agonizante, Podemos al grito de: «Vamos a abordar los cielos». Ya se ve que se han quedado en el subsuelo de los votos. Desde el primer día el tal Iglesias emprendió una cruzada sin cuartel contra todo lo que representaba el denostado «Régimen del 78» y más concretamente contra el bastión clave de nuestra Constitución, la Corona. 
Claro que algunos comportamientos ayudaron bastante a la polémica. En aquel año se salvó por los pelos del Caso Noos, un turbio asunto de tráfico de influencias, la hija mayor del Rey Juan Carlos, Cristina de Borbón, pero no así su entonces marido, Iñaki Urdangarín que había cometido toda clase de fechorías financieras y económicas con la sombrilla del nombre de su suegro. Urdangarín se pasó casi seis años en soledad en la cárcel para mujeres de Brieva, en Ávila, donde antes se había alojado Luis Roldán. 

Menos mal que el año se cerró con un campeonato del mundo para España; un récord absoluto en la realización de trasplantes de todo tipo; más de 2.000 en 12 meses, una cifra que, año tras año, se ha sido superando, muy lejos en sus alcances de los de otros países desarrollados. 
Fue mal año también para los fallecimientos ilustres, pero el cronista, llegado este fin, se queda con el recuerdo de un maestro: el onubense Jesús Hermida, que se inventó todo un arte de hacer periodismo del grande en Televisión. El sí que era un gallo en un corral de 1.000 figuras todas piando al unísono.