Jesús Martín Santoyo

Ensoñaciones de un palentino

Jesús Martín Santoyo


Aurelio, memoria de la ciudad

19/05/2024

Una de las ultimas mañanas que pude disfrutar de una cerveza en la terraza del Casino de Palencia, se sentó en mi mesa, tras un leve gesto de aprobación por mi parte, un señor mayor que se ayudaba de un andador para moverse y no encontraba sitio en los abarrotados veladores de la cafetería. Estaba con mi hermana tomando el aperitivo y haciendo tiempo antes de acudir a una cita con antiguos compañeros de bachillerato y celebrar nuestro encuentro anual. 
Se llamaba Aurelio y presentaba múltiples magulladuras en los brazos. «Me caí este fin de semana al bajar las escaleras de mi piso en Santander. No cogí el ascensor y tropecé. ¡Mira qué chapuza!». 
Observé que mi nuevo compañero de mesa padecía un ligero temblor (¿Parkinson?), que le dificultaba trasladar la copa de su bebida hasta la boca. Antes de que pudiera llegar a mantener mi mirada en sus manos, Aurelio me aclaró su debilidad. 
«Estuve más muerto que vivo a causa de la Covid. Un mes en la UCI. Mi familia casi me daba por muerto, pero milagrosamente resucité. No he quedado bien. Creo que este tembleque es una secuela de la enfermedad. Antes no lo          tenía».
Mi hermana, quizás la persona con mas facilidad para socializar con cualquiera empezó a hablar de mil cosas con Aurelio, como si le conociera de toda la vida. En la terraza del casino los dejé. Ya llegaba tarde a mi reunión.
Tres días después volví a coincidir con Aurelio en la misma terraza. Había bastante mesas vacías porque había refrescado y la clientela prefería refugiarse en el interior del Casino. Aurelio se acomodó en mi mesa a la vez que advertía a la camarera para que cargara a su cuenta mi consumición. Esa mañana supe mucho más de la vida de Aurelio. Se había educado en Formación Profesional en la Fábrica de Armas. 
«Era la mejor escuela de aprendices de la ciudad. Junto con el seminario donde te formaste, la élite educativa de Palencia. Recuerdo la imagen de los estudiantes de la Fábrica de Armas, con sus buzos azulones acudiendo a los talleres y las filas de seminaristas saliendo de paseo con sus juveniles sotanas por la calle Mayor o por los aledaños del Río Carrión».
«Bueno, le precisé, no soy tan mayor como para haber vivido esa época en la que los seminaristas salían a pasea asotanados».
Pero Aurelio seguía en su propia ensoñación atemporal. «¿Y recuerdas los coches por la calle Mayor? ¡Qué jaleo! Todos se movían por el mismo sitio. La ciudad empezaba en Los Jardinillos y moría en la Fabrica de Armas. No había nada al otro lado de las vías del ferrocarril, ni tampoco hacia la salida a Valladolid. La ciudad no llegaba a los 40.000 habitantes».
Me trasladó una divertida anécdota protagonizada por un primo suyo («no tenía muchas luces») de Espinosa de Villagonzalo. Había venido con 16 años a las ferias de San Antolín. No había visto nunca un autobús. Se pasó los cinco días recorriendo la ciudad en transporte público. «Voy en el coche del Sr. Cinzano», decía refiriéndose a la publicidad que el bus lucía en sus laterales.
Aurelio había triunfado en los negocios. «Trabajé mucho, pero hice un buen capital. Me especialicé en el sector de la madera y el mueble. Pude adquirir varios inmuebles en Santander, que me dejan una buena renta en alquileres. Todo se lo debo a la buena formación de la escuela de aprendices de la Fábrica de Armas y a mi esfuerzo. Mis otros tres hermanos estudiaron en el seminario. Uno se hizo médico, otro abogado y el pequeño es canónigo en la catedral».
Corroboré la buena formación que recibí en el Seminario. Le confesé que el único año de mi vida académica que recuerdo no haber estudiado prácticamente nada, fue el curso en que abandoné el colegio y preparé el ingreso en la universidad. Tenía tanto bagaje cultural en humanidades que pude superar el COU viviendo de las rentas.
«Solo recuerdo haber tenido que esforzarme para aprobar el francés. El aprendizaje de las lenguas modernas no era prioritario en el bachiller eclesiástico».
Interrumpimos nuestra amena charla cuando aparecieron por la terraza del Casino la esposa y un nieto de Aurelio. Me despedí. «La próxima vez pago yo», le recordé.