Jesús Mateo Pinilla

Para bien y para mal

Jesús Mateo Pinilla


La Casa Vella, paraiso gay

11/04/2023

Estudiando en Valencia, íbamos muchas noches a terminar el día a la Casa Vella, casa antigua o Casa Vieja, destinada a bar de copas. Situada en el barrio del Carmen, era lugar de encuentros, la mayor parte amorosos con cargo a nuestros jóvenes años. La zona interior no tenía asientos, nos revolcábamos sobre una moqueta con nuestras parejas de una noche. A mí aquello, desde la Palencia clásica del Pub, me parecía lo más novedoso del mundo. Las normas y leyes se permutaron por novedad y absoluta tolerancia. Por las noches, el local se llenaba de pintores y artistas de la vecina Escuela de Bellas Artes de San Carlos. No cabe duda de que el ambiente de libertad te producía otra forma de pensar más apropiada para la creación arquitectónica y pictórica y a mí me interesaba. Allí conocí a un artista sueco que dibujaba a plumilla en tiras de papel vegetal, cómics eróticos. O a Ángel Ríos, el pintor, a Alfonso Pérez Plaza cuando le dieron la pensión en la Casa Velázquez de Madrid, a Roberto Orallo, santanderino siempre acompañado de muchachas bellísimas, que después pintara la torre del restaurante playero del Hotel Rihn, hoy Maremondo, o a Vicente Peris, el Velázquez valenciano de telas y reflejos, enemigo del pincel plano y amigo de Horacio Silva, que dibujó un chancro sifilítico, obra magnífica. Para despejarnos de la ofuscación de la noche salíamos a sentarnos en frente, sobre el pretil del estanque de la fuente de Mariano Benlliure. Era una balsa rectangular dominada por unos chorros escupidos entre niños jugando con el agua, enmarcados por azulejos con la mitad de color verde y la otra blanca, las conocidas pañoletas del XVII. Benlliure, magnífico escultor acostumbrado a modelar en barro, estaba cómodo entre redondeces de putis y puntillas de curas y cardenales y las expresaba de maravilla. En el piso de encima de la Casa Vella, vivía una japonesa, Yoko, niña que adora el sol de poniente sobre el océano, que pintaba maravillosamente flores en papel de arroz. A mí me regaló unas pacíficas margaritas. La japonesa tenía una rara costumbre, se ensanchaba la vagina con pinceles y reptaba a orden de zurriago sobre un suelo de baldosas de barro rojas de almazarrón. La dulzura y fragilidad de geisha era la fortaleza de una gran mujer. Pues bien, ese espacio de amor hetero, muy ilustrado de recuerdos, hoy se ha convertido en Hotel Gay. Otra nueva versión del amor al fin y al cabo.