«El acompañamiento al enfermo de cáncer exige respeto»

Carmen Centeno
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Una vida laboral unida a la Fábrica de Armas, que en algunas épocas llegó a convertirse casi en su segunda casa; el amor incondicional a la familia y la empatía con los demás son piezas clave en la biografía de Félix Díaz Peña

«El acompañamiento al enfermo de cáncer exige respeto» - Foto: Óscar Navarro

El padre de Félix Díaz Peña era asturiano y futbolista. A Palencia vino para jugar de portero en el equipo de la Fábrica Nacional, en la que también trabajaba porque en aquellos tiempos el deporte rey no estaba tan profesionalizado como ahora y quienes lo practicaban no podían vivir de ello. Su madre trabajaba en la misma empresa y fue allí donde se conocieron y donde nació su aventura en común. Después se fueron a Gijón y, a su regreso definitivo a la capital palentina, nació nuestro protagonista. Fue el 30 de noviembre de 1948.

Vivían en una casa «muy oscura» de la calle General Amor, al lado de la de su abuela. «Recuerdo las reuniones familiares de los domingos, los arenques y las castañas, el trato con mis tíos y mis primos y unas vivencias que se me quedaron grabadas. La familia extensa creaba una trabazón que nos daba seguridad, porque éramos conscientes de que, pasara lo que pasara, siempre estaba ahí para arroparnos», asegura.

La imagen más vívida de aquel cálido conglomerado familiar era la de su abuela. «Todo el cariño que he sentido que me daba, lo he trasladado a mis dos hijas y a mis cuatro nietos», apostilla.

Al joven Félix le hubiera gustado estudiar «porque quería ser algo». Había aprovechado bien su asistencia al colegio de Sindicatos Católicos, que recuerda con cariño, pero la economía familiar no dejaba muchas opciones a la hora de proseguir su formación. «Yo era muy estudioso y muy bueno; nunca participé en peleas y se me daban bien las matemáticas y la gramática», rememora. Por eso y porque no renunciaba a aprender, entró en la Escuela de Aprendices de la Fábrica de Armas.

«Los dos primeros cursos veíamos un poco de todo en el ámbito de la tecnología y después elegíamos entre las especialidades de tornero, fresador y ajustador; yo escogí la primera y fui el número uno de mi promoción», comenta.

Sin embargo, aquel muchacho que echaba los restos en el estudio, no era bueno en el trabajo manual y, cuando entró a trabajar en el taller de la Fábrica de Armas, pudo comprobarlo de inmediato. Optaron por cambiarle de puesto, concretamente a la oficina de tiempos, que era donde se fijaba la duración de los procesos y se cronometraba su cumplimiento. Aquello se le daba bastante bien, pero no era el mejor lugar para hacer amigos, entre otras cosas porque a nadie le gusta que estén encima de él, comprobando si se ciñe estrictamente a lo marcado.

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