Cansada de recorrer las calles pidiendo comida para su nieto de cuatro años, la venezolana Carmen Bellorín se sienta en las cercanías de una concurrida avenida de Caracas suplicando que algún alma piadosa le regale algo. Lo que sea, cualquier cosa que le permita llenar el vacío estómago del niño.
Tiempo después, sus rezos son escuchados y tres ciudadanos descienden de un vehículo con ropa y juguetes, bienes que, al igual que los alimentos, el pequeño también necesita. Luego, otras personas llevan viandas con alimentos preparados. Quiso la suerte que esta vez la mujer de 45 años y su nieto solo tuvieran que abrir los envases y comer. «No tengo nada, de verdad, me da tristeza a veces decirlo, ando por ahí buscando, pidiendo», asegura.
Cerca de ella, una veintena de individuos se forman en filas como pueden para recibir también unas donaciones que consisten en ropa y juguetes de segunda mano. Cuando llega la comida, repiten el procedimiento.
Pedir para vivir - Foto: RAYNER PEÑA RAl igual que ellos, miles de venezolanos salen cada día a la calle a pedir para poder comer o vestirse. Es decir, pedir para vivir, un fenómeno que se transforma en otra fotografía de la acuciante crisis que sufre el país caribeño.
Muchos tocan las puertas de las casas de los barrios acomodados y solicitan donaciones. Es una práctica que se ha hecho común en los últimos años. La irrupción de la pandemia agudizó la situación de los más desfavorecidos, que vieron cómo sus ingresos mermaron por la parálisis de la economía. «Estoy desempleada, ahorita no hago nada», apunta Bellorín.
Quienes no piden en las casas suelen hacerlo a las afueras de supermercados o en restaurantes, donde muchas veces encuentran sobras, lo que no se vendió o la comida que está cerca de dañarse.
Bocados de felicidad
Como si estuviera repitiendo un mantra, el pequeño comerciante Manuel Santos dice a todo el que lo quiera escuchar que cada día hay que dar a los menos favorecidos algo de lo que se tenga. «Nuestro lema es dar, dar, dar, que todos los días salgas con algo para dárselo a alguien, alguien lo necesita», apunta tras entregar ropa y juguetes a Bellorín, su nieto y una veintena de personas más.
En 2016, cuando la crisis venezolana experimentó un pico que dejó sin alimentos las despensas de miles de hogares, Santos y su esposa, Geraldine Fernández, comenzaron a donar los alimentos que colectaban entre sus amigos y conocidos.
Su grupo es conocido como Bocados de Felicidad, aunque no son una ONG ni una fundación sin fines de lucro. «Registrarse cuesta dinero y preferimos usar el dinero para donar alimentos», afirma Fernández.
«orgulloso». A casi 700 kilómetros de Caracas, en el estado de Zulia -limítrofe con Colombia-, el artista Ramón Valera recuerda sus buenos años, cuando su empleo en un circo local le permitía costear sus gastos y su situación económica era «estable».
El hombre de 64 años, que muchas veces duerme en las calles de la ciudad de Maracaibo, donde la crisis que atraviesa el país se expresa con crudeza, ahora elabora actos humorísticos y pide dinero a quien sonría sus gracias, un dinero que le servirá para alimentarse o pagar alojo.
Pero al final del día, solo espera que Dios le dé lo necesario para vivir. En otras palabras, buena salud. «Es preferible que Dios me dé, aunque pedir es igual. Las dos cosas tienen el mismo sentido para mí», afirma.
Valera asegura que se siente «orgulloso» de lo que hace puesto que pide para comer, pero después de haber arrancado las sonrisas de los habitantes de su ciudad. Es por ello que -sostien- vivirá del arte callejero y de las donaciones que reciba. Y mientras, está preparado para seguir durmiendo en el banco de una plaza si no llegara a recaudar lo necesario para salir de la calle un día cualquiera.