Julián Varas

Fernando Pastor
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/ Cerrato insólito

Julián Varas

Benjamín Varas, de Valles de Palenzuela (Cerrato burgalés) ferroviario de profesión, fue destinado a la estación de Venta de Baños como castigo por ser miembro de la Casa del Pueblo. Esta estación era considerada como una especie de pena impuesta a quienes se consideraba culpables de alguna falta contra la moral imperante, ya que al ser Venta de Baños uno de los más importantes nudos ferroviarios tenía mucho más trabajo que otras. Con un tráfico de 240 trenes diarios de hasta 60 vagones cada uno, los factores tenían que tomar nota del número de serie de cada vagón, por lo que no tenían tiempo ni de comer el bocadillo.


Era la época del racionamiento, por lo que muchos productos de alimentación debían adquirirlos al estraperlo. Y con el sueldo no llegaba. Dado que su mujer tenía familia en Dueñas que podían ayudarles con productos de la tierra y de la ganadería, le propuso a su marido instalarse en esta localidad muy cercana a Venta de Baños. 


Así recalaron en Dueñas, donde Julián, su hijo, comenzó a ir a la escuela. Poco tiempo, apenas lo justo para aprender a leer y escribir. 


El maestro solía castigar a los que no se supieran la lección a quedarse al mediodía encerrados en la escuela sin poder ir a casa a comer. En una ocasión este castigo recayó sobre un grupo de chicos entre los que estaba Julián. Pero burlaron el castigo atando los cinturones de los pantalones de todos ellos para formar una cordada con la que poder descolgarse por la ventana y salir. Con lo que no contaban era con que salir era fácil, pero volver imposible pues no podían escalar la pared, por lo que el maestro se enteró y montó en cólera y no les dejó entrar al colegio hasta que no fueran con sus padres para contárselo todo. El padre de Julián acudió y fue él quien abroncó al maestro, por dos razones: por hacerle perder un día de trabajo acudiendo al colegio y, sobre todo, por pretender dejar sin comer a unos niños que apenas tenían medios para comer a diario, por lo que le tachó de inhumano. 


Otra prueba de las penurias habituales de la época: la electricidad se pagaba no en función del consumo sino en función de las bombillas que se tuvieran instaladas en casa. Por eso se procuraba tener pocas. En algunas casas solamente una; en otras dos. Quienes tenían solamente una hacían algún agujero en una esquina del techo de la planta baja (suelo de la planta alta) para por la noche tirando del cable poder tenerla arriba, donde solían estar las habitaciones. 


Para asegurarse que las familias no tenían más bombillas que las contratadas, las empresas del suministro ponían una caja, que algunos llamaban chivato y otros bote, que pitaba si se enchufaban en casa más bombillas de las que tenía contratadas.
En una ocasión unos chicos de Dueñas estaban comentando entre ellos el número de bombillas que tenían en sus casas, y uno de ellos dijo que tenían 11. Los demás, incrédulos, le dijeron «¡¡si hombre, 11 vais a tener…!!», y le pusieron como apodo el onceluces, y así se le conoce a la familia todavía en Dueñas. Y es que el hambre era real y muy común. Muchas personas tenían que ir al campo a comer tallos de plantas, flores de acacias (que llamaban gatillos)…, o comían el sebo de los animales derritiendo la grasa para usarla como aceite. Había niños que pedían a sus madres que les hiciera una sopa y la madre les respondía que no tenían pan. «Pues sin pan» contestaban ellos, sin darse cuenta de que entonces era simplemente agua.


El hambre propiciaba que los chicos intentaran vendimiar viñas ajenas. Todas tenían guarda, pero en las fiestas algunos no estaban vigilando la viña porque se iban a los toros o algún otro festejo. Los chavales lo sabían y aprovechaban esos días para ir a coger uvas. Fue el caso de Julián y unos amigos, pero se percataron de que sí estaba el guarda. Tuvieron que urdir una estrategia: tres irían de frente para entablar conversación y entretener al guarda mientras el resto irían por la otra punta de la viña y aprovecharían para esquilmar las uvas que pudieran. Los que estaban hablando con el guarda le preguntaron si podía darles algún racimillo, porque tenían hambre, y el guarda les dijo que no podía hacerlo porque son muchos los que se lo piden y si les diera a todos se quedaría la viña sin uvas. Entonces los chavales señalaron a sus compañeros diciendo «pues por allí se las están comiendo, eh», pretendiendo que el guarda fuera hacia sus compañeros y poder coger uvas por las dos partes con el guarda en medio sin poder impedírselo ni a unos ni a otros.


Este guarda, al que llamaban El Tío Coca, conoció a Julián, porque era vecino suyo, y le denunció. El día siguiente cuando Julián llegó a su casa vio a su madre llorando y esta le explicó que había estado la Guardia Civil para decirle que cuando llegara fuese al cuartel; no sabía el motivo, pero no era la primera vez que alguien que era citado al cuartel se quedaba detenido. Por eso su madre le preguntó qué había hecho, y Julián no sabía a qué se debía la orden de acudir al cuartel. Cuando llegó se encontró a Don Carlos, un sargento muy chulo, que de entrada le espetó «tú has estado ayer robando uvas». Julián se excusó diciendo que solo habían cogido un racimo, pero el sargento le dijo que no se lo creía, porque si solo fuera un racimo lo podían pedir y se lo daban sin problema. Julián aseguró que lo pidieron, pero no se lo dieron. La respuesta del sargento fue arrearle un tortazo descomunal al tiempo que le decía «si quieres comunismo te vas a Rusia», frase que Julián no entendió lo que quería decir hasta que fue mayor. 

 

En 1945 Julián y sus seis hermanos se quedaron huérfanos, por lo que años más tarde, al cumplir los 18, quiso ingresar en la Escuela Militar de Ferrocarriles, perteneciente al Cuerpo de Ingenieros, dado que tenían preferencia los huérfanos.


Pero para entrar le pidieron un certificado de buena conducta expedido por la Guardia Civil. Cuando lo solicitó, le respondieron que no se lo podían dar porque estaba fichado por el episodio de las uvas. Probó entonces a solicitárselo al cura, que también tenía potestad para otorgarlo; y se lo concedió sin ponerle pegas ya que había sido monaguillo.