El clero comunero en Tierra de Campos

José María Nieto Vigil
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No sufrió el rigor de la represión como otros estamentos

El clero comunero en Tierra de Campos

Abades, priores, canónigos, arcedianos, deanes, párrocos, maestrescuela -canónigo encargado de la enseñanza de las disciplinas eclesiásticas-, archidiáconos, teólogos, profesores de la Universidad de Salamanca y una larga lista de clérigos, seculares y regulares -incluido un obispo- tomaron partido durante la Guerra de las Comunidades contra el emperador a favor de la causa del pueblo sublevado contra su rey y señor. De ello tenemos constancia, en abundancia, a través de documentos manuscritos y escritos recogidos en el Archivo General de Simancas (Sección de Patronato Real, Estado, Registro General del Sello, Cámara de Castilla, o Cédulas), en el Archivo de la Real Chancillería de Valladolid (numerosos procesos judiciales), Archivo Histórico Provincial de Valladolid (Registros notariales), Actas del Concejo de Palencia; Archivo Municipal de Palencia, o en las crónicas de la época. (Pedro Mejía -historiador-o fray Prudencio de Sandoval, cronista real y obispo de Tuy). Frente a ellos se posicionaron los grandes señores de la Iglesia de Roma, es decir, arzobispos, cardenales y obispos. La jerarquía eclesiástica al servicio del imperio y, al mismo tiempo, el imperio al servicio de la Iglesia. Una comunión de intereses transversales interpretados en el juego político europeo y nacional de la época.

El Edicto Real de Worms (17 de diciembre de 1520), pregonado en la plaza Mayor de Burgos (16 de febrero de 1521), ya señalaba a numerosos clérigos a los que se consideraba traidores al todopoderoso soberano. Proclamado en el cadalso y estrado real levantado a tal efecto, de los doscientos sesenta señalados, quince tenían procedencia social eclesiástica: Pablo de León (dominico y procurador de la Junta por León); Alonso de Pliego (deán de la catedral de Ávila); Pedro González de Valderas (abad en Toro. procurador de la Junta por Toro); Alonso García del Rincón (abad de Medina del Campo); Juan de Benavente (canónigo de la catedral de León y procurador de la Junta por León); Gil Rodríguez Puntero (arcediano. Lorca); Gonzalo Moto (provisor del obispado de Zamora); Jerónimo Galarán (mayordomo de San Benito). A ellos habría que añadir a los palentinos: Pedro de Fuentes (chantre -maestro cantor o del coro- y delegado del cabildo de Palencia en la Junta local y destacado propagandista); Francisco Ruiz de Cuellar (canónigo de la catedral palentina y delegado del cabildo en la Junta local); Alonso Fernández de Madrid (diputado de la parroquia de San Miguel en la Junta local); Bernardino de San Román (diputado en la Junta local); Juan Robladillo el Viejo (diputado por la parroquia de Santa Marina en la Junta local) y Juan de Paredes (diputado de la parroquia de Santa Marina en la Junta local). Antonio Osorio de Acuña, obispo de Zamora, era el más destacado.

De esta manera comprobamos la complicidad y el protagonismo de los clérigos y de las parroquias en la organización político-administrativa de la Comunidad, mediante Juntas locales, regimientos y Diputaciones de Guerra. El bajo y medio clero, como estamento o grupo social, se alineó mayoritariamente del lado    comunero.  

El clero comunero en Tierra de CamposEl clero comunero en Tierra de CamposPosteriormente, finalizada la contienda, el Perdón General promulgado el 1 de noviembre de 1522, conocido como el Perdón de Todos los Santos, exceptuó a doscientos noventa y tres comuneros, es decir, aquellos que no fueron indultados por el emperador. De ellos, veintiuno eran religiosos, trece seculares y ocho regulares.                     Aparecen en la lista de no perdonados: un obispo, dos abades, un prior, dos archidiáconos, seis canónigos y un maestrescuela. El eclesiástico de más alto rango y jerarquía no era otro que Antonio Osorio de Acuña, el célebre obispo comunero. Muchos de ellos ya habían aparecido en la anterior relación del Edicto Real de Worms. Podemos citar a Alonso Enríquez (prior. Valladolid); Francisco Zapata (archidiácono de Madrid); Juan de Collados (maestrescuela. Valladolid); Juan de Bilbao  y Francisco Santana (ideólogos y franciscanos); Antonio de Villegas, Alonso de Medina, Alonso de Bustillo y Pablo de León (ideólogos y dominicos); Bernardino de Flores (agustino y antierasmista. Destacado intelectual), o un tal Mínimo (sin identificar, pero fraile de pregones incendiarios en Salamanca). 

La represión que siguió a la contienda, inicialmente fue efectuada por Adriano de Utrecht, antes de ser proclamado papa (Adriano VI. 1522-1523) el 9 de enero de 1522. Su labor represora fue continuada por el obispo de Oviedo, Diego de Muros,  para ser concluida por los superiores de las respectivas congregaciones de los clérigos comuneros. Fray Diego de la Torre (agustino); padre Sierra (franciscano. Superior de la Orden en Barcelona) y fray García de Loaysa (dominico. General de la Orden). Es por esta razón por la que muchos monjes comuneros, confiados a la disciplina de sus superiores en sus respectivas órdenes, escaparon al control de las autoridades judiciales ordinarias, todo ello pese a la desconfianza y la reticencia de Antonio de Rojas  Manrique (presidente del Consejo Real y arzobispo de Granada), obispo de Palencia entre 1524 y 1525, sucediendo en la mitra palentina a Pedro Ruiz de la Mota. Enterrado inicialmente en el monasterio de Santa María de Gracia de Villasilos. Su sepultura y el edificio desaparecieron con la desamortización de Mendizábal (1836-1837), no así la estatua orante que había junto a él, que fue trasladada inicialmente al hospital de Boadilla del Camino. Es una obra labrada en piedra de la sierra de Atapuerca por Diego de Siloé, ubicada hoy en día en la iglesia de Santa María de la Dehesa de la Espinosilla, en el término municipal de Astudillo. Esto en relación al clero regular. En cuanto al clero secular, Adriano de Utrecht, como juez apostólico, delegó su potestad en otros miembros del alto clero, como Diego de Huidobro o el abad de Berlanga. Su tarea, tan ardua como eficaz, sin embargo le disgustaba en extremo -según parece a la luz de su posición tras el conflicto-. 

En su viaje hacia la Ciudad eterna se hizo acompañar de algunos comuneros reconocidos, aunque menos beligerantes que muchos de sus antiguos compañeros. Junto a él, entre otros, viajaron Pedro de Fuentes, Alonso Enríquez y Juan de Collados. Esta situación enojó seriamente al emperador quien por medio del duque de Sessa, Gonzalo Fernández de Córdoba -su embajador ante la Santa Sede- le hizo llegar,  por vía diplomática, una copia del Perdón General promulgado. Era el recuerdo de su compromiso para con la corona imperial del Sacro Imperio Romano Germánico. También mantuvo una posición conciliadora en relación a la protección que dispensó a algunos clérigos no exiliados. Fue el caso de Alonso de Pliego, deán de la catedral de Ávila, o Juan de Pereira, deán de la catedral de Salamanca.

Se puede afirmar que el clero no sufrió el rigor de la represión política que padecieron los representantes de otros grupos sociales. Por ejemplo, Francisco Álvarez Zapata -canónigo de Toledo- fue declarado inocente en 1523, reconociéndole el haber contribuido a restablecer el orden en Toledo; Rodrigo de Acebedo -canónigo toledano- fue encarcelado, sus bienes confiscados,  viviendo y disfrutando de una libertad vigilada. Su proceso fue instruido por el cabildo toledano; o como es el caso de Alonso García del Rincón -abad de Medina del Campo- condenado al destierro. 

Tierra de Campos fue, salvo excepciones, profundamente comunera, como también su clero regular y secular de bajo nivel eclesiástico. La redacción de documentos, la organización de la administración comunera, las negociaciones y embajadas,  o el alma mater de la sublevación, su programa político, hubiera sido una tarea imposible de realizar sin el concurso y participación del        clero. 

RAZONES QUE EXPLICAN SU INFLUENCIA SOCIAL. Cinco razones permiten entender, como no podía ser de otra forma, la decisiva, casi definitiva, influencia social del clero comunero en Tierra de Campos. Son las siguientes:

A- La Iglesia tenía el control de los dos medios de comunicación social existentes en aquellos inestables tiempos: desde el púlpito las soflamas y arengas sociopolíticas eran una constante. Los clérigos convertían la iglesia en la tribuna de divulgación ideológica y propagandística al servicio de la Comunidad. De otra parte, el confesionario se convertía en el medio de control moral del pueblo. Desdecir a los hombres de Dios era como negar la palabra del Padre. Así de claro.

B- Desde la religión,  todo, absolutamente todo, era fundamentado conforme al magisterio de la Iglesia. Así pues, el orden social, también el político, encontraba su fundamento en la fe católica. El Opus Dei (Obra de Dios) se imponía al Opus homine (Obra de los hombres). Nada se hacía contraviniendo este régimen espiritual.

C- Como guías y supervisores del orden moral, también controlaban el único foro de encuentro de toda la comunidad de fieles existente,  el único capaz de congregar al pueblo en asamblea. La iglesia -como edificio- se convirtió en el lugar de divulgación  ideológica. La crítica contra el rey, luego emperador, fue muy habitual desde la llegada del joven e inexperto Carlos a España. Ningún otro lugar habría podido convocar a los súbditos de un señor y, por descontado, a los vasallos del rey.

D- Los clérigos disfrutaban de un poder que suponía la mayor capacidad de influencia social posible. Además, ostentaban el más alto grado de cultura y credibilidad de cuantos intervenían en el quehacer diario de los hombres. Muchos de ellos, de orígenes humildes, por ser hijos de labriegos y campesinos, tenían una enorme capacidad de identificación, interlocución y proximidad con los grupos sociales más populares. Tampoco podemos olvidar que un grupo muy importante, desde la Universidad de Salamanca, contribuyó a asentar los principios inspiradores de la Comunidad en el reino de Castilla.

E- Por si fuera poco, uno de los caudillos comuneros -quizá el más radical y uno de los más aclamados, sin lugar a dudas- Antonio Osorio de Acuña, el obispo comunero, obispo de Zamora, se presentó como el estandarte de la emancipación social, como el exponente de la rebelión antiseñorial y como el portador de una ansiada paz social. En muchos de los lugares por los que picó espuela se exhibió como un auténtico libertador, y como tal era recibido. Sus arengas eran tan célebres como las tropelías que perpetraba contra los lugares de señorío, asaltando y saqueando, incluso profanando suelo sagrado. 

 Así pues, de manera inequívoca, los clérigos -sobre todo de las iglesias parroquiales de los pueblos de Castilla- fueron de una manera activa, beligerante y comprometida, un altavoz de la dirigida conciencia del pueblo en contra de su rey,

La palabra proclamada en la iglesia, desde el púlpito, era un arma tan eficaz, incluso más, que cualquier lanza o espada empuñada. Era El dardo de la palabra. La excomunión era la condena que habrían de pagar por su atrevimiento y el desorden público causado.  La iniciativa, a propuesta de Adriano de Utrecht, regente de Castilla, promulgaba el documento que decretaba tal iniciativa, secundada por el papa León X,  y fechado en Tordesillas el 31 de enero de 1521. 

MALA ACOGIDA A CARLOS. Desde su llegada a España, 17 de septiembre de 1517, incluso antes y hasta su marcha, el 20 de mayo de 1520, tuvo que sufrir la feroz crítica propagandística que le infligieron los clérigos que, sin disimulo ni recato, encendieron los ánimos de un  pueblo predispuesto a la rebeldía. Muchos fueron los testimonios recogidos sobre el particular, como también los casos de su intervención en cuestiones políticas. Son célebres las alocuciones y sermones pronunciados en Granada, Sevilla, Toledo, Burgos o Valladolid.  El contenido de los mismos trataba de la denuncia contra la corte flamenca  y de sus cómplices españoles; difundieron e hicieron acatar las consignas políticas que, desde la Junta de la Comunidad, se establecieron; fomentaron de manera feraz y productiva -en todos los órdenes- la resistencia al poder real, animando de manera ubérrima la subversión del orden establecido, legal y legítimo, aunque cuestionable en sus formas y en su trasfondo. Denunciaron sin miramientos la ausencia del rey de España; censuraron las iniciativas reales en su incontestable empeño por alcanzar la ansiada corona imperial; reprobaron la asfixiante política fiscal impuesta -sobre todo la relativa a la contribución del pago del servicio exigido en las Cortes de Castilla y la supresión de los encabezamientos-, en definitiva, trasladaron la antorcha de la rebelión por todos los rincones del reino.

 Tampoco faltarían las sátiras ridiculizantes de un monarca considerado extranjero. Y no les faltaba la razón, puesto que Carlos desconocía, no ya el idioma, sino las tradiciones y costumbres de sus súbditos. Es ilustrativo este comentario dirigido contra él -proferido a viva voz- en la plaza de Población de Campos  por un tal Pero Cuello a comienzos de 1518. Decía así: «Bobo rapaz, que no tenía juicio natural, que no era para gobernar y que no hazía mas que lo que un francés quería hazer. Es un niño muy bobillo. Qué rey y qué nada. Es como un pajecito con una dama», en clara alusión a Guillermo de Croy, Señor de Chiévres. 

No pasó desapercibida tampoco la alocución pronunciada por el franciscano fray Juan de San Vicente, el domingo 18 de abril de 1518, durante la procesión que discurrió entre Valladolid y la ermita de San Sebastián, situada en el pradillo dedicado al mártir de los romanos. 

Es muy interesante la obra de Prudencio de Sandoval, Historia de la vida y hechos de Carlos V, que escribió lo siguiente en relación al influjo de algunos clérigos: «Hicieron gran daño en estos movimientos algunos frailes, unos por buen celo y otros por ser inquietos y demasiado remetidos en las vidas y cuidados de los seglares bien ajenos a la vida religiosa»(pag. 229-223).

Joseph Pérez, eminente hispanista francés, en el Boletín Hispánico nº 67 (1965. Pag. 217-224), con su trabajo, Sermones subversivos en Castilla en la primera etapa del reinado de Carlos V, pone de relieve la trascendencia de la plática de los frailes en el llamamiento al levantamiento. Esta postura la mantiene en su tesis doctoral, La revolución de las Comunidades de Castilla, publicada en España en 1977, -si se me permite- auténtico libro de cabecera para cualquier estudioso de la guerra librada. Una obra deliciosa, excepcional.

hábiles negociadores. No solamente eran diestros oradores y avezados propagandistas, también exhibieron sus cualidades y competencias en cuestiones de negociaciones y delegaciones a modo de embajadas. Cabe citar, por mérito propio, a fray Pablo de León, dominico y procurador por León ante la Santa Junta. El 19 de septiembre de 1520 negocia la entrega de Tordesillas por parte del marqués de Denia (Bernardo de Sandoval y Rojas) junto a Diego de Almaraz y Alonso de Guadalajara.

Destacó como miembro de la delegación que se entrevistó, el 20 de noviembre de 1520, en Torrelobatón, con el IV almirante de Castilla (Fadrique Enríquez de Velasco), junto a Diego de Esquivel y Antonio de Quiñones. Participó en las conversaciones mantenidas con Juana I de Castilla y en la embajada enviada por la Comunidad a Flandes, con objeto de presentar al emperador la Ley Perpetua del Reino de Castilla. Con él viajaron Antón Vázquez y Sancho Sánchez Cimbrón. Tras su retorno, en marzo de 1521, endurece su posición en cualquier materia de negociaciones. Su elocuencia queda reflejada en los siguientes términos según sus propias palabras: «La revuelta debe triunfar por la violencia (…)». 

Su talento y capacidad política le valió ser designado como instructor, junto al doctor San Pedro y el licenciado Morales, del proceso contra los enemigos del reino. Su febril actividad a favor de la Comunidad le exceptuó del Perdón General de 1522 (Perdón de Todos los Santos).

Otros ilustres clérigos que destacaron por su habilidad negociadora fueron fray Alonso de Medina, interlocutor de la Junta ante los representantes del rey de Portugal Manuel II y del papa León X (Giovanni di Lorenzo de Medici) o Alonso de Pliego, deán de la catedral de Ávila, que encabeza la delegación comunera enviada ante el rey portugués en octubre de 1520. El propio Acuña, obispo de Zamora, participaría en las secretas conversaciones con representantes lusitanos el 31 de diciembre de 1520, junto a Diego de Guzmán y Hernando de Ulloa. 

ideólogos. Predicadores sagaces, perspicaces  y sutiles negociadores, comprometidos comuneros y avezados e inteligentes ideólogos. Los dominicos, agustinos y franciscanos destacaron con especial relieve en el lado de la Comunidad. Tempranamente se les encomendó la elaboración de documentos oficiales en los que plantear las propuestas de los comuneros. Son ellos los encargados de elaborar un programa concreto de reivindicaciones, convertido en una verdadera carta de oposición a las Cortes de Castilla. Pronto serían los Capítulos del Reino, Ley Perpetua del Reino, o Ley Perpetua de la Junta de Ávila, mal llamada Constitución de Ávila. Redactada en agosto de 1520 y promulgada en Tordesillas, en septiembre de 1520. 

Conservado en el Archivo General de Simancas (Sección de Estado, legajo 16, folio 416) aparecen sus redactores en unas firmas prácticamente ilegibles. Fray Alonso de Medina -dominico- y fray Alonso de Bilbao -Superior de los franciscanos y exceptuado del Perdón General-. El contenido era bien claro y desafiante en sus términos: rechazar el pago de todo nuevo servicio demandado por el rey; rechazar el mantenimiento del imperio con cargo a Castilla («Los recursos son de Castilla y para Castilla»); y en caso de negativa del rey, las Comunidades tomarían en sus manos la defensa del reino.

Se puede afirmar que, antes de la reunión de las Cortes en Santiago -inauguradas el 31 de marzo de 1520-, en los conventos de la corona de Castilla ya se había perfilado el futuro programa político después defendido por la Comunidad. Fueron ellos -sobre todo- los que desarrollaron y propagaron los puntos reivindicativos, proporcionando armas ideológicas y políticas a la rebelión. Junto a profesores universitarios y letrados, constituyeron la intelectualidad del bando comunero.

Hombres de biblioteca y estudio, conocían los entresijos de la Historia, la Fe y la Filosofía. Sabían de las cuestiones jurídicas y judiciales, dominando los asuntos de la política terrenal ancestral y pretérita, siempre subordinada al orden espiritual. Supieron explotar el descontento social, en buena parte motivado por la pertinaz crisis económica, y eran profundamente conscientes del sentir de la sociedad civil castellana. Nadie como ellos, presentes en todas las esferas de la vida social, podía interpretar los males que aquejaban a la inestable Castilla desde la muerte de Isabel I, la Católica (26 de noviembre de 1504).

Su contribución fue decisiva para que se consumara el levantamiento y la subversión del orden imperante. Participaron activamente en la estructura política de la Junta, desempeñando cargos de enorme relevancia política como embajadores, procuradores, diputados, asesores, letrados, secretarios,… Eran el referente ilustrado del bando comunero, amén de ser líderes de la causa defendida con la palabra -escrita y pronunciada-, incluso con las armas.  Baste recordar el ejército de trescientos frailes que Acuña movilizó durante sus campañas militares. El cilicio y el rosario fueron sustituidos por el arcabuz y la espada.

palencia. Al margen de los eclesiásticos citados anteriormente, son abundantes los religiosos que en el medio rural, naturales o avecindados, se manifestaron hostiles contra Carlos I. De esta actitud queda evidencia en la carta que el licenciado Polanco dirige al emperador, fechada el 17 de enero de 1521. (Archivo General de Simancas. Sección de Estado. Legajo 8, folio 32). Dice así: «Lo que acá más claramente se puede escribir y se puede avisar es que la gente de este exercito de S.M mengua cada día y la gente de la Junta torna a crecer. Los sermones y trabajos del obispo de Zamora levantan muchos corazones y por pecados de los que acá estamos es mucho número de creyentes, porque de los labradores, la mayor parte y de hidalgos y escuderos, muchos clérigos, en especial de gentes labradoras están obstinados mucha y la mayor parte dellos  (…) Hay muchas voluntades dañadas (…)».

 Pedro de Fuentes es el más relevante de los clérigos comuneros palentinos, auténtico jefe de la Comunidad local. Como ya he señalado con anterioridad, era un canónigo muy activo a favor de la Comunidad, motivo por el que se le exceptuó del Perdón General de 1522. Participó en la asamblea celebrada en Palencia el 13 de diciembre de 1520, en la Casa-Ayuntamiento, a la que asistieron cuarenta procuradores designados por veintiocho villas palentinas. Antes de la llegada de Acuña (23 de diciembre), fue designado como vocal de la Junta de Guerra, junto a Diego de Castilla -corregidor y capitán-, Gonzalo de Ayora, dos regidores, dos diputados y tres vecinos. El 15 de diciembre formaría parte del Ayuntamiento y la Diputación de Guerra. Ya he mencionado su viaje a Roma junto a Adriano de Utrecht y otros comuneros amparados por el nuevo papa. Murió el 30 de marzo de 1525. Sus restos mortales fueron enterrados en la iglesia de Santiago de los Españoles (Iglesia de Nostra Signora del Cuore), en Roma.

 Otros eclesiásticos, aunque comprometidos mucho menos entusiastas, fueron: Alonso Fernández de Madrid (arcediano del Alcor –canónigo que ejercía jurisdicción eclesiástica por delegación del obispo de Palencia- gran intelectual y erasmista convencido), Francisco Ruiz de Cuéllar (canónigo);  o Juan Ortega (canónigo), que desempeñaron diversos cargos y responsabilidades en la administración local  comunera. 

Es muy interesante, a modo de ejemplo, la actuación de un clérigo paredeño, Pero Gutiérrez de los Ríos, beneficiado de la iglesia de San Martín, que no logró sublevar a la villa contra su señor, el III conde de Osorno, García Fernández Manrique de Lara y Toledo, pese a su empeño propagandista a favor de la Comunidad. Su actividad fue incesante: convocó en asamblea a sus adeptos, compró armas y cambió el régimen tradicional del gobierno señorial. Situó junto a los alcaldes y regidores a diputados y cuadrilleros (representantes populares nombrados por elección) y consiguió ser elegido diputado, haciéndose obedecer. Organizó rondas armadas por las noches, mandó poner guardias en las puertas de la villa, mandó aderezar cercas, cavas y troneras. Apoyó decididamente a Acuña, al que entregó dinero y parlamentó con él (10 de enero de 1521) para sellar su alianza con la causa comunera.

Posteriormente, el 18 de marzo, manifestaría su lealtad al nuevo capitán general que sustituía al obispo comunero, Juan de Mendoza. Le entregó pan, vino y víveres. Le abrió las puertas de Paredes, que Pedro Fernández Manrique y Luna mandaría cerrar. Fue hecho preso y encarcelado en la fortaleza de Magaz. Un hombre de arrojo y compromiso que llegó a ser nombrado inquisidor del obispado de Sevilla. De su particular filosofía cabe recordar los siguientes pronunciamientos: «España se avia de perder por falta de príncipe» o «Cuando los príncipes eran tiranos, las comunidades avian de gobernar». Su influencia sobre las gentes paredeñas fue muy notable.

Otro ejemplo es el de fray Diego de Azpeitia, fraile jerónimo del monasterio de Nuestra Señora del Prado (Valladolid), un clérigo de Cisneros que fue acusado de defender y proclamar la causa de la Comunidad y de insultar e intentar matar a Pedro de Rosales, soldado de la capitanía de Diego de Castilla, capitán del regimiento de Palencia.

Tras la guerra, muchos clérigos fueron apresados a consecuencia de las denuncias interpuestas contra ellos por su colaboración con la sublevación y la revuelta. Aprovechando la inseguridad reinante y el vacío de poder existente en el reino durante la contienda, tomaron por la fuerza bienes de otras personas para contribuir con la causa proclamada. En Támara, por ejemplo, el alcalde, Juan de Amusco, mandó prender a Pedro de Herrera, por haberse apropiado de bienes ajenos. También un tal Comolán, del que apenas se sabe, fue prendido por orden de Diego de Huidobro, protonotario apostólico delegado de Adriano de Utrecht.

Muchos procesos judiciales fueron iniciados de manera inmediata, de entre los que destacaría los derivados del incendio del palacio episcopal y fortaleza de Villamuriel. Se quemó el palacio, luego restaurado, y la mayor parte de la torre, adosada al sur de la iglesia de Santa María la Mayor, fue derrocada. También se procedió a la tala de la arboleda situada en el Soto de Santillana. Era el 14 de septiembre de 1520. 

 También destacaron por su celeridad los pleitos entablados contra los responsables del asalto a la fortaleza de Fuentes de Valdepero. En 1522, el obispo Acuña fue procesado por ser el principal instigador. Se le exigió un memorial, a modo de declaración del valor de lo robado. Así lo demanda Nicolás Tello, yerno de Andrés Rivera -señor de Fuentes-, miembro del Consejo Real de Castilla, y así también lo exige el propio Consejo, instando a formalizar el pago en un plazo de tres días. Lo cierto es que Acuña no colabora, como cabía esperar, y el doctor Tello hace una valoración en  cinco millones y medio de maravedís, que fue aceptada por el Consejo. Esta cantidad aumentaría en seis mil quinientos ducados, a los que habría que añadir los seiscientos sesenta y ocho ya cobrados. Como garantía de cobro se exige la confiscación de los bienes del obispo comunero, que por orden de Diego de Muros, obispo de Oviedo, tenía como tenedor de dichos bienes a Lucas Cabral. La orden de cobro fue dictada por el propio Consejo Real.  

La posición de ventaja de los damnificados permitió que, después de Pedro de Cartagena y el comendador de Vivero, la familia Rivera fuera la tercera en cobrar indemnizaciones tras la contienda.

La otra contienda, la de los jueces y tribunales, se prolongaría durante años. Se impuso una represión en toda regla que ajustició, condenó, encarceló, desterró, exilió, confiscó bienes muebles e inmuebles, enajenó títulos y cargos, con contundencia y sin miramientos, de aquellos, laicos y eclesiásticos, que osaron desafiar la autoridad imperial. 

No obstante, la fascinación por Acuña no terminó en Villalar, ni con su ejecución en Simancas (23 de marzo de 1526). Muchos le alabaron  sin discreción: fray Mancio de Sarmiento (Valladolid) -fraile trinitario-; fray Juan de Cañizares  o fray Hernando (Guadalajara) -monjes benedictinos-,  predicaron en su favor, motivo por el que fueron encarcelados por orden de sus superiores.