Napoleón inmortal

Javier Villahizán (SPC)
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En el bicentenario de su muerte, el mundo recuerda que este ambicioso y gran estadista logró durante tres lustros dirigir los designios de Europa y convertir a Francia en una superpotencia

El general corso fue emperador del imperio galo entre 1804 y 1814 y durante el período de los 100 días.

Dos siglos después de haber dividido el mundo en dos mitades y haber acabado con el Antiguo Régimen y la Europa absolutista, la figura de Napoleón Bonaparte (Ajaccio, Francia, 1769-Longwood, Santa Elena, 1821) sigue rodeada de controversia y también de admiración, donde el bicentenario de su muerte, que se celebra el próximo miércoles, ha creado una gran polémica entre los defensores de su legado y quienes reniegan del mismo.

Pocas figuras han merecido en la Historia un tratamiento tan amplio y apasionado como el hombre que, como primer cónsul y emperador de Francia (1799-1804 y 1804-1814), rigió los destinos de Europa durante tres lustros y convirtió a Francia en una superpotencia.

Para sus admiradores, Bonaparte fue una especie de salvador que fijó las grandes conquistas de la Revolución Francesa (1789), dotando a su país de unas estructuras de poder sólidas y estables con las que se ponía fin al caos político precedente. Sin embargo, sus enemigos vieron en él un déspota sanguinario que traicionó la Revolución y sacrificó la libertad de los franceses por su ambición desmedida de poder, organizando un sistema político autocrático y a su medida.

Las claves del rápido ascenso de Napoleón se encuentran en dos pilares fundamentales: su innegable genio militar y su capacidad para sustentar un sistema de Gobierno aceptado por una gran mayoría de los franceses.

 

El arte de la guerra

Bonaparte fue primero, y ante todo, un estratega, cuyos métodos revolucionaron el arte militar y sentaron las bases de las grandes movilizaciones de masas características de la guerra moderna.

Tuvo la clarividencia de crear una nueva organización castrense, con concentración de unidades y con un Ejército capaz de romper las líneas enemigas gracias a su movilidad y rapidez en el campo de batalla, algo que después reproduciría Hitler en la Segunda Guerra Mundial con su denominada Guerra relámpago o Blitzkrieg.

Con esta táctica y con órdenes claras de Napoleón, que estaba presente en todas las contiendas, sus tropas se convirtieron en máquinas invencibles, capaces de dominar Europa y de elevar a Francia hasta su máxima gloria.

A sus éxitos militares se sumó la admiración popular de un pueblo exhausto tras la anarquía y el desorden que habían caracterizado el decenio revolucionario, entre la toma de la Bastilla, el 14 de julio de 1789, y la instauración del Consulado (1799).

Precisamente, durante los últimos años del período insurrecto, Napoleón obtuvo al servicio del Directorio (1795-1799) brillantes victorias en sus campañas contra las monarquías absolutas europeas, aliadas contra Francia en un intento de acabar con la Revolución.

Estos triunfos aumentaron, más si cabe, el prestigio y ambición de Napoleón que dio el golpe de Estado de Brumario e instauró primero el Consulado (1799-1804) y luego el Imperio (1804-1814), convirtiéndose primero en cónsul y después en emperador. Además, ambos regímenes contaron con un amplísimo apoyo popular gracias al respaldo que le dieron los ciudadanos en los plebiscitos que Napoleón convocó para su ratificación.

Pero si fue el arte militar el elemento que le alzó a lo más alto del poder, fueron también sus derrotas en el campo de batalla las que supusieron el principio del fin de su imperio. La década de 1810 supuso el cénit y caída del gran emperador tras el fracaso en la campaña rusa contra el zar Alejandro I (1812).

Aunque el detonador definitivo tuvo lugar tres años después, en la famosa batalla de Waterloo contra sus vigilantes Estados europeos, que ansiaban someterle a toda costa. Así concluyó su segundo período imperial, que por su corta duración es llamado el Imperio de los Cien Días (entre los meses de marzo a junio de 1815).

Napoleón se entregó entonces a los ingleses, que lo deportaron a un perdido islote africano, Santa Elena, donde sucumbió lentamente a las iniquidades de un tétrico carcelero, Hudson Lowe, donde murió en 1821.

 

Emociones antagónicas

Las sensaciones que produce Napoleón en la sociedad dos siglos después de su muerte siguen siendo contrapuestas, incluso entre la clase política. El propio presidente galo, Emmanuel Macron, que en privado no oculta su admiración por Napoleón, se cuida mucho de expresarla en público. Al contrario que sus antecesores en el cargo, François Hollande y Jacque Chirac, que le detestaban.

En este contexto de rivalidad, el presidente de la Fundación Napoleón, el historiador Thierry Lentz, no niega que haya asuntos de disputa, pero denuncia «un intento de borrar la huella» del emperador en la Historia, del que culpa a «ciertas élites».

No es de la misma opinión el profesor Louis Georges Tin, presidente de honor del Consejo de Asociaciones de Negros de Francia, que considera que no se puede conmemorar ningún aniversario en honor al general corso porque cometió tres grandes injusticias: «una política, porque fue un dictador que dio un golpe de Estado; otra criminal, al sembrar Europa de sangre y fuego; y una tercera contra la Humanidad, al restablecer la esclavitud».