La mirada de un niño palentino

Enrique Guzmán Mataix
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ofrece a los lectores de 'DP' un avance de la novela sobre su ciudad natal en la que está trabajando · Forma parte del capítulo dedicado a las décadas de los 50 y 60 del siglo pasado

La mirada de un niño palentino

En el año 1945, sobre un solar dedicado a la cría caballar a la altura de la actual avenida República Argentina, nº 4 ( hoy nª 6), José Paz Maroto, preminente ingeniero de Caminos, Canales y Puertos, natural de Baltanás y pariente de mi padre para más señas, construyó un magnífico bloque de viviendas, cuya escalinata de caracol sigue siendo hoy en día un punto de referencia de la arquitectura palentina. Allí fueron a vivir mis padres y allí nacimos y nos criamos sus siete hijos. El edificio era conocido como la casa de Paz Maroto o la casa de los médicos, por los numerosos galenos que allí vivían. 

Los alrededores de la finca, esto es, el parque del Salón, el colegio de los Maristas, el barrio de la Puebla, la calle Mayor, el Puente de Hierro, el Bosquecillo y la Fuente de la Salud fueron los puntos centrales de mis vivencias fuera del hogar paterno a lo largo de mi infancia y comienzo de mi adolescencia.

Desde muy niño me gustaba ir a los recados maternos más variopintos, lo que propiciaba el contacto con personas (para mí personajes) entrañables que se movían por los alrededores. 

El primer personaje que acaparó mi atención fue don Higinio Herrero, un venerable anciano propietario del Banco Herrero. Siempre que me veía me hablaba suavemente y me entregaba una moneda de una peseta «para que ahorres para tu futuro». Tenía fama de tacaño, que no de avaro, pero a mí me caía bien, no solo por sus dádivas, sino porque me inspiraba un respeto reverencial.  A veces, algún grupo de golfillos (así se los denominaba entonces) le jaleaban con un estribillo grotesco, «Don Higinio, que me giño», mientras echaban a correr sin que el buen hombre hubiera llegado a oírlos. 

 Seguidamente, me dirigía a La Perea, un imponente puesto de chucherías, frente al cine Ortega, y me gastaba la peseta en acerolas. Eso del ahorro no iba conmigo. Súbitamente recordaba los encargos maternos sin recoger en Ultramarinos Florencio Ruiz, Viuda de Cabrero o Supertienda Juan del Río, lo que me inducía a correr como un poseso por la calle Mayor mientras saludaba con la mano a un limpiabotas sordomudo al que visitaba con frecuencia a la altura del ya desaparecido Café Ideal Palentino, junto a la Bocaplaza, y que solo con su mirada y su sonrisa mostraba una bondad infinita que a mí me ganaba para la causa (la causa de la amistad, se entiende). En ocasiones, yendo con mis padres de paseo, les pedía permiso para acercarme a saludar a mi amigo. Y oía decir a mi padre «qué hombre tan bueno».

Desde muy niño hasta que fui universitario me llamaba muchísimo la atención Mary Paz Casañé. Era una de las hijas de José Paz Maroto y vivía en la planta primera de la casa.  Para mí era la tía Mary. Al poco de nacer contrajo una feroz poliomelitis, que le paralizó el 80% del cuerpo y la postró en una silla de ruedas. En muchas ocasiones, cuando entraba en el portal me topaba con ella y su ayudante, Ana, y me decía cosas tan alegres y se reía con tal intensidad que me dejaba contento y optimista el resto del día. La mirada del niño que fui nunca atisbó que se quejara de su cruel enfermedad; al revés, era la más alegre de su extensa familia y todos acudían a su presencia para sentirse fortalecidos.  

Cuando venía a comer a mi casa, el buen ambiente, las tiernas palabras que nos dirigía a los niños, su personalidad arrolladora me ayudaban a empezar a comprender que a veces la felicidad va más allá del dinero, o de la condición física, y que tiene mucho que ver con el espíritu guerrero e indomable de las personas y su capacidad de no rendirse nunca. 

En cierta ocasión, su padre, José Paz Maroto, me dio un duro de propina por haberle ayudado a regar la finca que tenía en el Monte el Viejo.  La tía Mary me preguntó el alcance de la propina y le dije que un duro.  «Papá, no seas así, dale al chico por lo menos cinco duros» -le espetó.  Su padre contestó «qué barbaridad», pero me entregó el billete de veinticinco pesetas. Verdaderamente el hombre no era tacaño sino austero, como hijo que era de la guerra (in)civil  y de la posguerra. La tía Mary murió joven y Palencia, a la que adoraba, perdió a una de sus mejores embajadoras.

En los años 50 y 60 no había llegado a España la moda del prêt à porter, razón por la cual venía a casa una costurera para confeccionarnos la ropa . Esa mujer se llamaba Emiliana Antolín Mamuz y era el modelo de persona abandonada a su suerte por las clases dirigentes de entonces, una etapa que algunos denominaban eufemísticamente los años triunfales. 

Emilia había quedado huérfana muy pronto y  había perdido a su hermano, guardia civil, en una de las muchas escaramuzas de nuestra guerra. Nunca nos habló de política y siempre nos transmitió los sentimientos más profundos que puedan latir en un ser humano. Nunca supe si era creyente o atea, de izquierdas o de derechas. No hacía falta. Era una de las personas más buenas, en el más machadiano de los sentidos, que uno pueda llegar a conocer. Todos la adorábamos porque era tierna, divertida y sufría sus desgracias con entereza.

De aquellos años 50 y 60 recuerdo sus relatos de cuentos clásicos de los Hermanos Grimm. Nos quedábamos extasiados por la dramatización extraordinaria que hacía de Caperucita, el lobo feroz, Pulgarcito o los Tres Cerditos. Imitaba las voces de los personajes  de tal manera que provocaba en nosotros  la risa desbordante, pero también el miedo, pues de todos es sabido que muchos cuentos infantiles son verdaderamente crueles. 

La pobre mujer vivía muy modestamente en el barrio de la Puebla, creo recordar que en la calle Empedrada, un barrio sin asfalto, lleno de casas de una o dos plantas sin los elementos considerados básicos para una vida decente, donde se mezclaban las aguas de la lluvia con las aguas fecales provenientes de algunas casas sin agua corriente y de construcción más bien primitiva. Pululaban por allí niños desnudos jugando en la calle sin nadie que les limpiase los mocos, multitud de gitanos abandonados a su suerte sin ninguna esperanza de futuro. 

Allí vivía Emilia, sin apenas recursos, pero siempre emperifollada, los labios y las mejillas rosadas por el carmín, con olor a lavanda, las raíces del cabello negro azabache quemadas por el tinte, con andares parsimoniosos a causa de su incipiente ceguera.  Cierto día, decidí ir a visitarla y me encontré la desolación personificada. La buena mujer yacía en plena calle sobre un colchón rodeada de sus pocas pertenencias, lloraba desconsoladamente y se preguntaba por qué Dios la había abandonado. En esa época también había especulación y se expulsaba a los inquilinos sin más explicación que la orden de desalojo inmediato, sin mandamiento judicial ni nada parecido. Cuando me vio, me abrazó quejumbrosa y sentí por primera vez en mi vida (tenía 8 o 9 años) el significado de la palabra injusticia. 

Al poco, corrí hacia mi casa, les conté a mis padres lo que había visto y les pedí que la ayudaran. No se lo pensaron  ni un segundo. Esa noche Emilia durmió en nuestra casa y allí permaneció varios meses hasta que logró acomodo en otra vivienda. Para todos nosotros era una más de la familia y todos la adorábamos. Estas escenas no me han abandonado nunca y, desde entonces, me he rebelado abiertamente contra quienes abusan de personas mayores e indefensas.

Decía don Miguel de Unamuno que la verdadera historia es la intrahistoria, y que esta se nutre de las personas anónimas, que no constan en las enciclopedias pero que son el verdadero motor de la humanidad.  Y creo que tiene toda la razón.