Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


El límite

28/02/2021

La protesta masiva se ha transformado en un correcalles siniestro, donde algunos manifestantes arrojan botellas y adoquines a una Policía que, superada por la violencia extrema, carga a diestro y siniestro en un intento desesperado por controlar la situación. Los jóvenes exaltados, muchos no alcanzan ni la mayoría de edad, actúan perfectamente organizados como una guerrilla urbana que va construyendo barricadas, con contenedores a los que prenden fuego, desde las que se parapetan para continuar con su particular orgía de ataques y destrucción. El caos se apodera de la noche. ¿El motivo? La detención del rapero Pablo Hasél, aunque sean muchos los que desconozcan por completo el historial de un activista erigido en el adalid de la libertad de expresión.
 Un grupo de antidisturbios de Madrid recula protegiéndose con sus escudos. Están rodeados. De cada esquina no paran de aparecer encapuchados que atacan con saña a unos uniformados que se ven sobrepasados por una jauría que utiliza vallas, patinetes y hasta señales de tráfico para arrinconarles cada vez más. Es una encerrona. Pese a los intentos por aguantar las embestidas, uno de los policías tropieza y cae al suelo, indefenso. «¡Ahora, ahora!», grita uno de los violentos, mientras otro aprovecha para golpearle sin piedad con una sombrilla en la cabeza como si no hubiera un mañana. El agente, que sólo consigue emitir un quejido, queda postrado en el asfalto. Llegan refuerzos. Sus compañeros consiguen levantarlo con mucha dificultad. La escena es dantesca. 
Mientras en la capital cesan las protestas, Barcelona no descansa. Las movilizaciones son la excusa perfecta para que, entre los radicales, se cuelen delincuentes que, aprovechando la confusión y el desorden, se dediquen a saquear comercios. El modus operandi siempre es el mismo. Manifestación, barricadas, acometidas contra los Mossos, rotura de mobiliario urbano, ataques a entidades bancarias, escaparates reventados y, finalmente, pillaje. La meca europea del modernismo y la vanguardia transformada día tras día en un campo de batalla infame, donde la violencia y la ignorancia van de la mano. 
El ingreso en prisión de Pablo Rivadulla, más conocido como Pablo Hasél, después de que fuera detenido en la Universidad de Lérida, donde permanecía parapetado tras su orden de encarcelamiento, para cumplir una condena de nueve meses por delitos de enaltecimiento del terrorismo e injurias contra la Corona y las instituciones del Estado, ha desatado una oleada de protestas por buena parte del país. En el historial de este rapero, proveniente de una familia acomodada y que nunca terminó el Bachillerato, constan varias condenas. Ya en 2014 la Audiencia Nacional le impuso una pena de dos años de cárcel por considerar que hacía apología del terrorismo al mencionar e incluso llamar a la acción, tanto en sus canciones como en las redes sociales, a organizaciones terroristas como ETA, los Grapo o Al Qaeda. La sentencia quedó suspendida al ser la primera y su entorno comenzó a lanzar proclamas a favor de la libertad de expresión, al mismo tiempo que, paradójicamente, Hasél continuaba con su particular cruzada contra todo el que no comulgaba con su ideología radical. Asimismo, el activista fue condenado a seis meses de prisión por empujar, insultar y rociar con líquido inflamable a un periodista de TV3 en 2016; y a otros dos años y medio por agredir al testigo de un juicio un año después. 
 El Gobierno anunció a principios de febrero su intención de llevar a cabo una reforma dirigida a rebajar las condenas por determinados delitos relacionados con la libertad de expresión. La idea del Ejecutivo choca con la propuesta que Unidas Podemos ha llevado al Congreso y en la que reclama la derogación de los artículos del Código Penal que hacen referencia al delito de injurias a la Corona, contra los sentimientos religiosos, de injurias a las instituciones del Estado y de enaltecimiento del terrorismo. Una cosa es suavizar y otra muy distinta, eliminar. 
Sin embargo, el caso de Hasél, como se puede constatar en cualquiera de sus canciones, como en la que defiende « ¡Que alguien clave un piolet en la cabeza a José Bono!», o en alguno de sus tweets como el que lanzó el día del fallecimiento del diestro Víctor Barrio tras ser corneado por un toro en el pecho y en el que sostenía que si todas las corridas acabaran así, más de uno iría a verlas, son delitos de odio, recogido en el artículo 510 del Código Penal, y, aunque no se trate de ningún colectivo perseguido -políticos o toreros-, nada tiene que ver con la facultad de expresar libremente sus ideas, que es, sin lugar a dudas, uno de los pilares básicos de la sociedad.
La Declaración Universal de los Derechos Humanos considera la libertad de expresión, igual que recoge la Constitución, como un derecho fundamental, pero es patente que deja de serlo cuando se cruza el límite y se vulneran los derechos de los demás. Y eso a Hasél y a sus correligionarios, acostumbrados a menospreciar y a censurar al que no se alinea con sus ideas, parece que no les entra en la cabeza.