Nos falta energía conjunta y nos sobran divisiones. Cuando se pierde el espíritu de respeto y comunión, entran los dominadores y todo se envenena de conflictos. Los centros de poder levantan muros y reconstruyen una nube de absurdos que nos ciegan. La deshumanización nos ha vuelto como las piedras, acelerando una nueva carrera armamentística, que impide el cultivo del encuentro y de la mano tendida. Por desgracia, también nos hemos cargado ese núcleo emparentado de vínculos, y cada cual camina a su antojo, sin importarle nada ni nadie. 
Fracturadas las alianzas es imposible dar cohesión y consistencia. Todos nosotros, en mayor o en menor medida, andamos carentes de estima. Deberíamos activar la poética del corazón y perseverar en sus latidos fecundos. Indudablemente, tenemos que aprender a amarnos en esa diversidad que somos, si en verdad queremos una vida más plena, recargada de aprecio entre sí, que es lo que en realidad nos regenera, por la sola existencia del otro, que camina a nuestro lado embelesado por el lenguaje del alma, a la espera de reconducirse hacia otro reino con calor de hogar. En realidad somos más que cuerpos, necesitamos repoblar savia y donarnos en lugar de batallar, así como sentirnos acogidos en vez de combatir. 
Vuelva a nosotros, pues, ese amor que concilia y reconcilia; que sabe agradecer y pedir perdón, que activa la cercanía y la ternura como caricia. Este es el camino para hacer familia, para que las relaciones entre análogos mejoren. No olvidemos: estamos llamados a dejarnos acompañar. En tiempos tan convulsos como confusos, se requiere más afecto que nunca, para divisar otras luces que nos alienten en la verdad y nos alimenten en la justicia.