Fernando Lussón

COLABORACIÓN

Fernando Lussón

Periodista


Y van ocho

20/11/2020

Y no será la última ley de Educación que se apruebe en las Cortes, porque cada Gobierno deja su impronta en el sistema educativo, sin que hasta el momento haya sido posible, en cuarenta y dos años, que haya una ley consensuada, con voluntad de perdurar en el tiempo y que se preocupe sobre todo de la calidad de la enseñanza que reciben los alumnos. Una vez más los partidos han sido incapaces de alcanzar un acuerdo y la nueva ley se presenta marcada con una serie de diferencias que hace que tenga fecha de caducidad, el tiempo que transcurra hasta que la derecha llegue al poder y vuelva a cambiar los aspectos que considera lesivos para la educación de los alumnos o la libertad de los padres para elegir colegio.

Los modelos de éxito que hay en el mundo de la educación vuelven a ser desdeñados y los políticos españoles se pierden en debates que ya están superados en otras partes, y eso que en esta ocasión la asignatura de Religión no ha copado la mitad de la polémica. No será computable para el currículum y no tendrá alternativa. Empieza ahora otra batalla política que tendrá varios frentes: el judicial con el recurso que los partidos de la derecha presentarán ante el Tribunal Constitucional por una supuesta vulneración de la norma en los aspectos relacionados con la enseñanza del castellano; el relacionado con la libertad de elección de los padres a través de la escuela concertada y los recortes en la educación especial; el traslado del debate a la calle con mesas petitorias y nuevas manifestaciones promovidas por los sectores afectados, y la que tendrá lugar en las comunidades autónomas contrarias a la aplicación de la ley -aquellas en las que gobierna el PP- con la aplicación de decretos y órdenes que tratarán de superar los efectos que consideran más lesivos, de la misma forma que las comunidades gobernadas por el PSOE trataron de minimizar los mandatos de la ley Wert con los que no estaban de acuerdo. Es decir, otra vez más y como siempre vía libre a los tradicionales diecisiete sistemas educativos.

Que el castellano deje de ser nominalmente lengua vehicular -no lo fue hasta la ley Wert- y que esa circunstancia se relacione con un pago del Gobierno a ERC por su apoyo a los Presupuestos es muy llamativo, pero de dudosos efectos prácticos. El problema del castellano en Cataluña procede de los momentos en que el nacionalismo catalán era determinante para la gobernación del país. Lejos de desaparecer el español sigue fuerte en el Principado y sigue siendo la lengua materna y de uso de buena parte de la población catalana, para pesar de esos mismos nacionalistas que no pueden doblegar su uso en las relaciones sociales. Los problemas que se plantean en la escuela catalana por el castellano son escasos en relación con la polvareda que se levanta con cada ley educativa.

Al término del debate de la ley Celaá, la mitad del hemiciclo del Congreso prorrumpió en aplausos y la otra mitad en gritos de “¡Libertad! Una lástima que todos ellos no hayan gritado al unísono ¡Igualdad! Porque la educación es la base de todo progreso y todos los alumnos tienen derecho a que sea de la mejor calidad. Y eso lo ha de garantizar la escuela pública. Sin desdeñar la importancia de la educación concertada, solo tiene acceso a esa libertad de elección una parte de los padres, los que viven en las zonas más pobladas, porque no deja de ser un negocio que se subvenciona con fondos públicos, que no se instala en la España despoblada.