Antonio Álamo

Antonio Álamo


Humanidad

23/02/2023

Un periodista preguntaba hace unos días a un responsable de un conocido partido político español si pensaban rehabilitar a quien hasta hace un año fue su líder, el palentino Pablo Casado. La respuesta que recibió me interesó poco y por eso ya ni la recuerdo, quizá porque esa interlocución, recogida en la prensa, me pareció por momentos uno de esos diálogos propios de quienes coinciden en un ascensor y como no se conocen de nada recurren a la climatología ya que no hay nada que decirse… «¡Mucho frío, eh!», «Sí, sí, vaya tiempo que tenemos». Con frases así, más propias del mundo de los besugos que de los humanos, se puede llegar al segundo piso sin mayor complicación. Es una fórmula cordial de salir del paso.
Lo que nadie ha preguntado es si en ese partido se ha pensado en rehabilitar a los mismos que hace un año publicaron en Whatsapp una empalagosa colección de mensajes de apoyo al mismo líder al que poco después abandonaron a su suerte mientras veían cómo bajaba las escaleras del Congreso con paso tranquilo. Más que nada porque la compostura de uno al irse, fueran cuales fueran las circunstancias del embrollo que originó el desaguisado, no se parece en nada a la de quienes -casualmente su equipo directivo- se quedaron como si todo aquello estuviera sucediendo en el parlamento marciano. Tal vez si hay que rehabilitar a alguien no es precisamente a quien se marchó sino a los que permanecieron impasibles tras elaborar días antes un cóctel de un sabor estomagante por el que han pasado a la posteridad. España entera ya lo está conociendo. 
Por lo demás, habrá quien aduzca que comportamientos a lo Audax, Minuro y Ditalco están a la orden del día en la política, en el mundo empresarial e incluso en la vida cotidiana y por tanto no merecen reproche alguno o si acaso una tenue mueca de desagrado. Puede que sí y puede que no, pero es lo de menos. Allá cada cual. Con el café o el vino ocurre lo mismo… uno tiene claro con quien se lo puede tomar y con quien es preferible evitarlo alegando una enfermedad contagiosa o cambiándose de acera a la carrera mientras pronuncia una de esas cordiales frases de ascensor… «Perdona, es que se me escapa el autobús». Aunque no haya uno en diez kilómetros a la redonda.