Jesús Mateo Pinilla

Para bien y para mal

Jesús Mateo Pinilla


Todos lloramos

16/02/2021

Íbamos de viaje de estudios a Estambul, la vieja Constantinopla. Al bajar del autobús me demoré en exceso, no recuerdo la causa; mis amigos me buscaron y cuando llegué a la recepción del hotel solo quedaba un habitáculo para compartir con un chaval gordito, al que los demás compañeros le dejaban de lado solo por estar relleno. Él me preguntó si me importaba compartir habitación y le dije que no, lo que me ataba a él en las salidas por la ciudad.   
Esa misma tarde pateábamos el color, impregnándonos de los olores a especias y pescados frescos del viejo puerto. Estábamos en el Cuerno de Oro, el abrazo del mar de Mármara con el mar Negro, el estrecho del Bósforo y paseábamos por el puente de dos pisos que une la vieja ciudad de Constantino, Europa, con la nueva ciudad del café de Pierre Loti, o el mercado de las especias, Asia. Una construcción cargada de memoriales de guerras, de recuerdos de las viejas rutas de la seda de Marco Polo, pletórica de frenética actividad, un símbolo: el Gálata. 
A los pies de la torre del Gálata reposaron camellos y hombres, protegidos en la única salida y entrada por dos guardias armados que les pedían derechos de aduana. El barrio era un fondo de saco ramificado. De aquel antiguo ‘caravasar’ que antes fue semejante a nuestras casas de postas, ningún viajero me supo dar razones, hasta hoy cuarenta años después, leyendo a Chaves Nogales, que los llama los gallineros del Gálata, poblados de mujeres malas a las que yo llamaría mujeres explotadas.
Cuando visitamos mi compañero y yo las casas, ya eran de dos plantas y las habitaciones aún sin puerta con telas de gallinero, permitían ver al cliente que esperaba en el pasillo lo que pasaba en el catre del tabuco donde los cuerpos se revolcaban, para seguridad de las muchachas.
En la planta baja de los lenocinios se reunían los chulos al lado derecho y en el otro se exponían las chicas. Una de ellas de unos trece años gordita de cabello rizado, lloraba en silencio. Y sobre la mesa en la que se apoyaba, una goma de butano, presencia dejada a posta, látigo de la paliza que acababa de recibir del dueño de su vida. 
Hoy las putas también lloran.