Carmen Quintanilla Buey

Otra mirada

Carmen Quintanilla Buey


Aquel perdón

29/04/2022

No sé si llamarlo nostalgia, chifladura, recuerdos, o manías sin más ni más. Lo cierto es que siempre que llega la conmemoración de fechas o acontecimientos, dentro de mí se produce una sensación rara, mezcla de pena, ausencias, olores y sabores, que no es que me remontan a otras etapas mejores o peores, es que son simplemente diferentes. Y una de esas ocasiones está en la Semana Santa. Al ser mi padre ferroviario, y tener los familiares de padre y madre repartidos entre los pueblos castellanos de Quintana del Puente y Magaz de Pisuerga, siempre, los días vacacionales de trabajo por parte de padre y de colegios por parte de hijos, los pasábamos repartidos entre los dos pueblos. Y allí, tíos, primos y parientes lejanos nos reuníamos para dar paso a esas arraigadas tradiciones, que a través de los años, marcan, porque dejan una huella tan imborrable que, al menos la mía, todavía está esperando que la ciencia nostálgica invente algún paliativo para atenuar esa enfermedad extraña que acarrean los recuerdos. Es que se quedan incrustados entre el corazón y la nebulosa lejanía, y los azuzamos para que sigan ahí, al pie del cañón y del pañuelo. Aquellas procesiones, con pocas imágenes y muchos cánticos, los mismos repetidos año tras año, entre mujeres luciendo su mejor ropa, y con velo de blonda, vela en una mano y sujetando con la otra al niño pequeño de la familia, están grabadas en mí a sangre y fuego. Y aquellas canciones en las que se pedía perdón. Pero... ¡¿ Qué se tenía que perdonar a tan maravillosa gente, que sólo derrochaba paz y bondad?! Luego, el abuelito, o alguno de los tíos, me aupaba un poquito para que yo pudiera besar aquellos pies juntos, uno sobre otro, atravesados por un clavo enorme y sumergidos en un charco de sangre. Y la gente seguía cantando pidiendo perdón y clemencia. En fin, que mi pequeñez no me permitía entender el motivo de tanto sufrimiento. Ya, cuando los actos litúrgicos terminaban, las abuelitas y tías regresaban a casa a preparar los menús de vigilia rigurosa, con torrijas y orejuelas de postre, y los hombres y los niños subíamos a la bodega, donde mientras los mayores tomaban su aperitivo entre queso y buen vino, los niños jugábamos por el monte circundante. ¡A comer!. Y por la tarde... Sermón de las Siete Palabras... y ¡a seguir pidiendo aquel perdón que yo veía injustificado!. Y que sigo viéndolo.