Juan José Laborda

RUMBOS EN LA CARTA

Juan José Laborda

Historiador y periodista. Expresidente del Senado


Tras las elecciones (I)

05/05/2019

Analizando las elecciones dentro de nuestro sistema político, y haciéndolo con algo parecido al método que inició Baruch Espinoza, el genio iberoholandés que vio la ética humana como parte de una realidad natural única -y que empleé con éxito al describir a los partidos antes de empezar la campaña electoral-, ahora me propongo decir algo más del escenario partidario, que será un desarrollo de mis tres artículos sobre lo que llamé «en defensa del bipartidismo imperfecto». 
Para empezar, estas elecciones son la confirmación de la fortaleza de nuestro sistema constitucional. La alta participación de votantes, y el hecho de que los resultados hayan sido aceptados por todos los contendientes, demuestran la legitimidad que goza nuestro modelo electoral, elemento básico del orden constitucional de 1978. Aquellas falacias pregonadas por Podemos, descalificando la Constitución como «el régimen del 78», y jaleadas por periodistas oportunistas, dejaron paso a la aparición espectacular de un Pablo Iglesias recitando los artículos de la Constitución con la unción propia de un orador sacro.
Con la evidencia del respaldo que tiene la Constitución, el europeísmo de la sociedad española se proyecta como uno de los más sólidos de la Unión Europea. Unidas Podemos esconde ahora sus ataques a Bruselas de cuando se pronunciaba Podemos en masculino, y en cuanto a Vox, ese nuevo partido, camufla su antieuropeísmo con los eslóganes de sus semejantes en Polonia y en Hungría, basados en un rancio racismo nacionalcatólico, incompatible con los principios liberaldemocráticos de la legislación europea. Steve Bannon, el agitador de Trump contra la UE, ha dado en hueso con España. 
Unidas Podemos, ahora que su dirigente máximo ya no da el miedo de antaño, cosa que él mismo ha afianzado con los ademanes pastorales de sus últimos debates electorales, sin embargo, sus peticiones actuales a entrar en el ejecutivo de Pedro Sánchez no parece que hayan enternecido a quién tendrá que formar gobierno después de las elecciones pendientes, que además son elecciones europeas. 
De afirmar que iban a «asaltar el cielo» (una copiada brillante frase), y pedir la luna ministerial, Pablo Iglesias defiende en la presente ocasión tener sólo «áreas ministeriales compartidas» con el PSOE. Pero los socialistas parecen tener claro que gobernar -y más con las enormes tareas pendientes- es cosa muy seria. Y aunque Pablo Iglesias haya cambiado su discurso anterior, y su nueva condición de propietario le haya conferido un halo de prudencia, la cuestión que tendrá presente el próximo gobierno será dar confianza a los españoles, y también, a los demás europeos y a sus gobiernos. Así, por ejemplo, su idea de proclamar la república por una parte de la coalición de Unidas Podemos, o la propuesta de abordar el asunto catalán negociando el derecho de autodeterminación con los independentistas de la Generalitat, producen innecesarias perturbaciones, debilitando al próximo Gobierno, y de paso al Estado, en su tarea de resolver con el diálogo -y con las leyes-, el problema de Cataluña, que deberá hacerse también en clave europea. 
La solidez de nuestro europeísmo y de nuestra adhesión a la democracia representativa están en la base de los mediocres resultados de Vox. Vox es como en su día fue Podemos, un artefacto político hinchado por medios de comunicación que vieron con él una oportunidad de aumentar las audiencias. Podemos porque es una criatura de la videopolítica actual y Vox porque se convirtió en gran noticia precisamente porque vetaba a los medios que más le criticaban. 
Pero Vox tendrá pronto una popularidad a la baja, salvo que algún diputado o grupo parlamentario se meta sistemáticamente con él, y lo haga famoso. Las vulgaridades que un orador sin ningún atractivo (necesario atributo de un caudillo que no posea poder militar) como Santiago Abascal, tendrán parecido recorrido que tuvo otro aprendiz de José Antonio, Blas Piñar, el fundador del partido derechista, Fuerza Nueva, y que pasó sin pena ni gloria como diputado en los años ochenta. Vox es un partido reaccionario, y tiene militares como diputados, pero son todos ellos unos venerables jubilados, caballeros de orden, cabreados por el lío de desenterrar a Franco, y por lo que ellos llamar la «dictadura progre», pero no es en absoluto un partido revolucionario. Aceptan la bandera constitucional, dicen defender el Estado de Derecho, y en gran medida propugnan lo mismo que defendía Alianza Popular antes de 1986. Aparte de su nacionalismo de «reconquista» -retórica kitsch-, Vox puede ser una amenaza por su conexión con movimientos católicos radicales, como Hazte oír y El Yunque, que preocupan a obispos españoles, porque los consideran sociedades secretas. Para encontrar verdaderos fascistas, con poses revolucionarias, hace falta irse a ADÑ. Identidad Española, una coalición formada, entre otros partidos, por Falange Española de las JONS, Democracia Española... Ellos piensan que Vox es esa «derechita cobarde» que protesta cuando Pablo Casado dice que son la extrema derecha. 
En cuanto a PP, Ciudadanos y PSOE, destinos que tendrán que ponerse de acuerdo necesariamente, lo dejaremos para una próxima ocasión.