Muchas veces nos preguntamos qué habrá más allá de nosotros mismos. ¿Realidad o fantasía? ¿Irrelevancia o trascendencia? Lo cierto es que el miedo a lo desconocido nos paraliza.  Un desasosiego interno, alimentado por numerosas voces discordantes, nos aconseja que no debemos preocuparnos, que no debemos pensar. Lo que está mal no se puede cambiar y lo que está bien no nos interesa demasiado seguirlo pues nos compromete. Es mejor vivir el presente y bailar al son que toquen. Mejor seguir con esa imagen superficial fabricada a base de recuerdos, experiencias y deseos, resguardando lo mejor de nosotros mismos bajo llave, en la oscuridad de nuestro ser, para que no se trasparente. Aparentando ser lo que no somos, en una sociedad donde no está bien visto aquello que no es políticamente correcto.  Sufriendo con el vaivén de las ideas ajenas porque no tenemos claras las propias. Dejándonos arrullar por la algarabía de las masas que alimentan engaños e ilusiones ficticias. Luces cegadoras que nos confunden y suelen dejar tras de sí profundas sombras. Viviendo día tras día sin querer ver qué es lo que de verdad mueve nuestra vida, más allá de nosotros mismos. Y quién es el que, dentro de nosotros, toma realmente las decisiones que se proyectan al exterior.  Todo lo que nos compromete nos asusta; aunque, realmente, todo lo que nos asusta es lo que más debería comprometernos. En contadas ocasiones nos preguntamos cuáles son los intereses que mueven nuestra existencia. Ni tampoco cuál es el motivo último de nuestro vivir diario. Por ello caminamos por la vida como autómatas insatisfechos, aun no careciendo de nada, sin observar que hay personas a nuestro lado que carecen de todo. A veces, nos invade la culpa y en un impulso de generosidad hacemos algo relevante, pero efímero al no ser auténtico ni estar arraigado en nosotros mismos.