Jesús Fonseca

EL BLOC DEL GACETILLERO

Jesús Fonseca

Periodista


La utilidad del dolor

25/09/2022

Seguro que, alguno de mis amables lectores, ignora que el lugar donde Saint Exupéry comenzó a escribir El Principito fue la cama de un hospital de la ciudad de Nueva York, donde se recuperaba de un accidente que pudo haberle costado la vida. Me lo recuerda José Tolentino, alerta siempre al pequeño camino de las grandes cosas. Esto me lleva a dedicar esta gacetilla al buen uso del dolor. Flannery O'Connor, a quien nunca se cansaba de releer nuestro irreemplazable José Jiménez Lozano Jiménez, sostenía que una enfermedad «podía aportar mayor sabiduría que un viaje por Europa e instruir más y mejor». El gran Pascal asegura que la enfermedad y el dolor «pueden aumentar nuestra sensibilidad para tomarle el pulso al misterio de la vida en profundidad, y aprender valiosas lecciones sobre nuestro egoísmo y dureza de corazón».

Todo esto está muy bien, verdad, pero lo cierto es que cuando el dolor nos roza, casi todos nos venimos abajo. Seguro que has escuchado a más de uno decir que no le teme a la muerte, pero al dolor sí. Es algo que viene de muy lejos. De una cultura que considera que sufrir no sirve para nada. El dolor no cura, es verdad; sin embargo, no estaría demás que hiciéramos, alguna vez, el esfuerzo de detenernos a pensar en la sabiduría que aporta. Reflexionar sobre su significado profundo y descubrir que dolor y tristeza no son lo mismo. Yo mismo he tenido la suerte de conocer a personas que han sufrido mucho y eran realmente felices. Estaban alegres. Tarde o temprano, estamos destinados a experimentar nuestra vulnerabilidad.

Todos sentimos, antes o después, algún dolor demasiado pesado para nuestras escasas fuerzas. Pero es ahí, precisamente, cuando aparece el irresistible latido del vivir. Cuando nos damos cuenta de que nuestra vida está saturada de cosas. De demasiadas cosas; y nos percatamos de que muy pocas son las que verdaderamente importan. El dolor se vuelve entonces de lo más fecundo. Nos coloca frente a la fragilidad del cuerpo –y también del alma–, y la grandeza de nuestra existencia, algo que nos hace falta, al menos de año en vez, para no caminar por extraviada sendas y creernos que todo son rosas y champán. El dolor, cualquiera que sea, nos enfrenta a la realidad de nuestra finitud. Nos enseña a vivir con mesura y humildad, a valorar la hermosura y el contento de tantas y tantas cosas, y a movernos a través de la penumbra. Nos ayuda, también, a llorar. Algo tan necesario para dimensionar la intensidad y el valor de estar vivos; y hasta nos devuelve la ilusión por la vida.

ARCHIVADO EN: Nueva York, Enfermedades