Carmen Arroyo

La Quinta

Carmen Arroyo


De poeta a poeta

02/03/2023

«Para Marcelino García Velasco que me enseñó hace mucho que en la soledad hay resplandor. Con admiración, este abrazo entre dos castellanos viejos». En León 17-II-2023. Esta es una hermosa dedicatoria en el libro que Tomás Sánchez Santiago ha publicado en Eolas Ediciones, dirige Gustavo Martín Garzo. Su título: La belleza de lo pequeño. Cuenta Tomás que, en 1928, Lorca estuvo en Zamora y leyó un texto titulado Elogio de lo pequeño. Defiende la belleza de lo mínimo: «el diminutivo asustado como un pájaro». 
Son las 8,38 de la mañana. Subo la persiana; el cielo luce azules imprecisos, las nubes se desplazan; mantengo la mirada un par de minutos y, de pronto, ¡oh sorpresa!, percibo -como marcando un juego mágico- unos pocos, casi un puñadico de copos de nieve que escapan arrastrados por una ráfaga de viento. Luego, no sé cómo, desaparecen camino de un lugar invisible para mí. Comprendo, entonces, el valor que encierra este libro: nos hace vibrar con las cosas que son y dejan de ser, con lo que no vale más que para despertar la emoción, con el lenguaje escondido que las habita. Con lo que nos pertenece a todos y nos iguala. 
Las cosas menudas -presentimos- nos buscan, sin hacer ruido ni hacerse notar. Nos esperan. Hablan para nosotros. Así siente lo menudo el poeta Tomás Sánchez Santiago: «oh! el chasquido brillante de las cáscaras, el rumor de los hilos, la pereza poderosa del corcho en el silencio terrible de la noche, consoladme de todas las miradas que me pueden» y «desde la cama, el ruido nocturno de la lluvia vuelve a hacerme pequeño». Sí.  En el silencio de la noche cualquier mínimo ruido se magnifica con nuestra imaginación; llega el miedo a lo desconocido, a lo imprevisto. Y, entonces, cuanto más pequeños y frágiles éramos, aquel gigante se adueñaba de nuestro cuerpo. Rígida, respiración entrecortada, solía apretarme hasta casi hacerme daño las manos entrelazadas. Viví -de niña- con los abuelos en la única casa alzada en la curva de la carretera del Puerto de  Perales. Cuando mi abuela Natividad soplaba el candil y el olor de la mecha quemada en el aceite se extendía por la habitación podía, al fin, abrir los ojos en la oscuridad porque ella estaba a mi lado y entre sus brazos hilvanaba el mejor de los sueños. 

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