Pero también debemos ser honestos, autocríticos y, en ocasiones, comprensivos. No todo chisteo ni toda voz un tono más elevada tienen que ocultar esa especie de conspiración desquiciacamareros que tendemos a generalizar y dar por sentada cuando se da la circunstancia de una llamada de atención que no sea el disculpa del título con una tímida y amigable voz aterciopelada que acaricie nuestros tímpanos como las sábanas de seda lo hacen en nuestros cuerpos desnudos con el primer rayo de sol y el último resueño remoloneando en el catre rascada de culete mediante. Me juego caña con bravas, croquetas, calamares, café, copa y puro a que, como clientes de, por ejemplo, una terraza o una barra de bar, todos hemos intentado pagar la cuenta o pedir otra ronda levantando la mano o lanzando al aire cualquier otro llamamiento o gesto de los habituales y el camarero venga para un lado, y luego para el otro, y vuelta para la barra y, ahora, a la otra punta de la terraza, y ni mirarnos… y se ha detenido el tiempo dando por siglos unos pocos minutos. Porque el que espera desespera. Aunque puede que, a veces, desesperemos demasiado rápido. Pues es que a nosotros, los camareros, y asumiendo el error de un descuido que, y es un secreto, puede ser adrede, nos ocurre una cosa extraña y que puede que algunos no entiendan, y es que somos humanos, y puede pasar que no demos abasto o tengamos una desatención fortuita por el motivo que fuere y demorarse es una determinada suerte de la lidia hostelera. Y hasta puede que en alguna suenen los clarines de aviso y todo. Y no debiera pasar, por supuesto. Y el error se asume, se interioriza y se enmienda con celeridad y actitud de resolución. Y, previo acto de contrición y autopenitencia, se intenta que no ocurra más. Pedir disculpas no es ser menos y dignifica al que lo hace. Y si hay que pedirlas, se piden. No se saca el pecho como un palomo y se levanta la barbilla como un mequetrefe anteponiendo ese orgullo tonto que afea a la persona. Por ello, comprensión pido a ambas partes. La una, porque puede que el cliente lleve un ratillo gordo de más intentando ser atendido. Y la otra, porque el que lleva la bandeja es de carne y hueso y de un padre y una madre. Como todo hijo de vecino.