Don Macario y las palomas

Fernando Pastor
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Don Macario, el cura de Cubillas de Cerrato, tenía a las palomas de su iglesia como un tesoro a proteger

Don Macario y las palomas

Sabido es que las torres de las iglesias son tomadas por las palomas como un palomar más, y en ellas ven lugar ideal para hacer sus nidos.

Sabido es que la carne de estas aves, y en especial de los palominos, es tremendamente apreciada.

Sabido es que los curas de esas iglesias no perdían ocasión para sacar rédito culinario a la citada circunstancia, y se valían del esfuerzo de los monaguillos para recolectar tan preciado manjar.

Don Macario y las palomasDon Macario y las palomasSabido es que el orgullo y la pillería de los jóvenes monaguillos les hacía idear múltiples tretas para poder quedarse al menos con una parte del botín.

Todo eso, que se da por sabido, ocurría prácticamente en todas la localidades cerreteñas. Valga como paradigma el caso de Cubillas de Cerrato.

A mediados del siglo XX en Cubillas ejercía como sacerdote Don Macario, que repartía su tiempo entre esta localidad y la colindante Valoria la Buena, de donde era natural y donde residía, ya que tenía muchos asuntos que atender: allí contaba a su cargo con un sobrino con discapacidad psíquica que necesitaba atención continua de dos señoras que se turnaban, y tenía también tierras de labranza con trabajadores del campo asalariados. 

Don Macario tenía a las palomas de su iglesia de Cubillas como un tesoro a proteger para que la producción de pichones fuera grande. Así, en invierno les llevaba un saquillo del trigo sobrante tras la bielda de sus cosechas para que pudieran comer, sobre todo cuando nevaba y más difícil les resultaba a las palomas encontrar comida por su cuenta. Les daba el saquillo de trigo a los monaguillos y les ordenaba encaramarse a las bóvedas en las que anidaban, dejarlo allí. Lo mismo hacía en época de caza, para que las palomas tuvieran el alimento in situ y no necesitaran salir y exponerse a ser cazadas. No por ellas, sino para que no resultara diezmada la colonia, cuyos palominos luego nutrirían su plato.

Así, asegurada la producción, ordenaba a los monaguillos subir de nuevo a la torre a coger los pichones. Sobre todo en verano, ya que era la época en la que contrataba agosteros y por tanto más personal tenía trabajando en sus tierras. Se los llevaba por sacos de 60 o 70 pichones, para surtir tanto a su familia como a los agosteros. Él solucionaba el problema de abastecerles de comida, y ellos disfrutaban del manjar sin escatimar.

Pese al esfuerzo que a los monaguillos les suponía tener que trepar por las bóvedas de la torre, agacharse acrobáticamente para pasar, etc., Don Macario tan solo les daba a cambio un pichón a cada uno de los dos monaguillos. 

Estratagema.

Por ello idearon estratagemas para poder quedarse con más palominos. Cuando Don Macario no podía verlos desde abajo, dejaban escondidos en una bocana de la torre, sin meter en el saco, un buen número de pichones ya muertos, y cuando el sacerdote estaba ya camino de Valoria volvían a subir a la torre a por ellos. También a veces les tiraban desde la torre hacia un caserón que había por detrás de la iglesia, así podía cogerles cuando ya no estaba Don Macario y sin necesidad de volver a trepar a la torre.

La picaresca y las disputas entre sacerdotes y monaguillos por hacerse con las palomas y pichones que anidaban en los campanarios era una constante en todas las localidades cerrateñas. En Quintana del Puente, el sacerdote ordenaba a los monaguillos no solamente subir a cogerlos, sino también llevar unos cuantos a las personas más pudientes e influyentes de la localidad. 

Por cierto, uno de esos monaguillos de Don Macario era Gonzalo Ortega Aragón, cubillero y luego maestro de periodistas, a quien tantas historias escuché (como la aquí narrada) y de quien tanto aprendí a apreciar la comarca cerrateña.

Don Macario protagonizó otra anécdota curiosa. En Valoria era costumbre sacar las imágenes de todos los santos juntas en procesión. Aproximadamente 20 tallas, acompañadas por danzantes mientras el sacerdote portaba una custodia de mucho peso. 

En una ocasión los danzantes se confabularon para alargar la procesión de manera artificial, observando como a Don Macario le costaba cada vez más sostener la pesada custodia. Los danzantes avanzaban y retrocedían una y otra vez… hasta que don Macario pidió que le sacaran una silla de una de las casas que había en el recorrido de la procesión. Se sentó en ella y dirigiéndose a los danzantes les espetó «ala, ahora podéis seguir danzando hasta mañana, a ver quién se cansa antes». 

 

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