Sobre el oficio de escribir

Juanjo Herranz
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El palentino ausente: 180 días en México (IV)

El palentino ausente: 180 días en México (IV) - Foto: Isabel Burón

Cerca de casa, de la que ha sido mi casa este mes, hay palmeras cocoteras, casi todas propiedad de alguien. Recuerdo algunas tardes en Panamá, en Costa Rica, bajando cocos libertos. Si estaban muy altos, había que ayudarse de una madera alargada, algo así como una pértiga que permitiese cubrir la distancia entre uno y el coco. Si estaban más bajos, solo había que aferrarse al coco y girar, girar para que cediese. A veces, sentados en alguna sombra, echando humo, carcajadas o cabeceos, mientras descansábamos del trabajo temporal de pintores de brocha gorda que habíamos perfeccionado en el largo caminar latinoamericano, un coco caía por su propio peso, con la fuerza de cien caballos, con el ruido de un disparo. Si Newton hubiera estado sentado, en vez de en un cuidado jardín de Cambridge, en alguna playa caribeña, su eureka habría sido un paseo al hospital. Me siento a escribir esperando que las ideas caigan como cocos. No sucede. Busco una pértiga o giro y giro hasta retorcerme. El mundo de las ideas y los cocos tiene acceso restringido.

No se puede escribir algo bueno, leo por ahí: cuento, novela, crónica hasta que no se han borrado unas cuantas letras de tu teclado. Las miro, están impolutas. Tienen que borrarse aquí para que funcionen allí: en la pantalla brillante que me ilumina y me ciega. Miro esa barra parpadeante y vertical. Esa barra intermitente que siempre está donde acaban mis palabras, que escriba lo que escriba, por rápido que vaya, ahí está, ahí sigue. Si paro, si me detengo, parpadea, hiriente, se ríe de mí, de mi incapacidad. Cuando tecleo convencido, veloz, las menos, deja de parpadear, creo poder vencerla, pero ahí sigue, firme, como un muro de hielo, infranqueable. Como si lo que esta delante, lo que queda por escribir, fuera inalcanzable. Las palabras son Aquiles; la barra vertical, la tortuga. Esta misma barra, vista con más optimismo, es una invitación a seguir. Parpadea sugerente, dice: «dale, escribe. Prueba otra letra, otra metáfora». La barra parpadeante sabe eso de que la inspiración debe encontrarte trabajando. Y te invita a que teclees. A que teclees lo que sea. Una vez escuché decir a Calamaro que escribía veinte líneas al día. Para entrenar, decía. Y supongo que de ese entrenamiento salieron algunas de las canciones transoceánicas que se siguen escuchando y que, creo, celebró con otras veinte líneas. Dicho de otra manera, dicho por Unamuno: «El modo de dar una vez en el clavo es dar cien veces en la herradura». 

La barra vertical y acusadora es juez y parte del terror al folio en blanco de tantos juntaletras y tantas escribientes. Ese terror, en esta era digital, lo podríamos rebautizar como el terror a la raya parpadeante.

Cuando pasé por Palencia, me encontré con gente que me conoce desde chico, desde que no sabía atarme los cordones (sigo, a veces, teniendo problemas con esta técnica de marinos), y me felicitaron por lo escrito. Recibí halagos, los acepté con gusto («el que no acepta un halago es porque quiere otro», dicen) y algo de incomodidad. Puse en práctica la sonrisa de recepcionista complaciente. Esa sonrisa cuasi eterna que incluso emite algún ruidito. «Hombre, el escritor», me dijo uno entre las columnas de la calle mayor. Esto de escribir, pienso, no es más oficio que el del alfarero, el hortelano o el pulidor de lentes. Hay unos rudimentos básicos, quizá algunos teóricos, que se deben aprender y repetir, repetir, repetir: «no hay escritor, hay persona que escribe», decía Hebe Uhart. «Hombre, el panadero», «Coño, la ebanista», «Caramba, el zapatero». Supongo que este amable señor saludará así al resto de artesanos.