Carmen Arroyo

La Quinta

Carmen Arroyo


Primeras comuniones (y II)

12/05/2022

Es grande el poder de la mente, nos hace seguir su juego: regresar al pasado y volver al presente como si tal cosa. En cambio, a veces, una palabra se queda varada en la punta de la lengua y no hay modo de arrancar. La edad, pienso. La mente me arrastró hacia un tiempo joven, a tierras palentinas. Y, luego, sin pedir permiso, como un juego, hizo revivir mi tiempo niño en Valladolid, año 1950. En julio cumpliría siete. Iba a hacer la primera comunión. Catequesis en la escuela y en los Claretianos, en la misma calle donde vivíamos.
Llegué, en septiembre del 49, con mis padres y mi hermana Julia, desde Acebo, Cáceres. En mayo hice la primera comunión. Los preparativos, el vestido, la corona, los guantes, los zapatos, los dulces que iban haciendo, y mil cosas menudas se contaban una y mil veces porque, entonces, la alegría, compartida, parecía aumentar. Quitarse la palabra de la boca, jugando en la calle sin peligro de coches era esplendoroso. En la tarde, cumplida escuela y catequesis, con charla y bocadillo fuimos princesas en el barrio. La víspera, supe que llegarían mis tías. No tenía primos. El vestido de organdí, lindísimo. Posible, gracias a la generosidad de la amiga de mi madre. Su niña, Rosarito, había comulgado el domingo anterior. Lo colgó mi padre en la lámpara del comedor. Me lo probaron y me quedaba bien sin subir ninguna lorza. Días más tarde, la sorpresa: muchas niñas no tenían tal 'lujazo' y la directora decidió -con buen acuerdo- que fuésemos todas con el baby de tela blanca. Sin problemas, tristeza, ni envidia. Recibimos el Cuerpo de Cristo el 30 de mayo, en el Santuario Nacional de la Gran Promesa, junto a otros muchos niños y niñas de los colegios nacionales de Valladolid. Antes, aquel sin vivir en mí -perdón santa Teresa-con el estómago vacío dando vueltas por el ayuno antecedente de 24 horas, salvo agua, que bien lo recalcó doña Concha, mi maestra: el agua no rompe el ayuno. 
Franco pagó el desayuno. Lo tomamos en largos bancos en el patio del colegio. Tiempo de postguerra y sequía pertinaz; la maestra nos dio un cartoncito con un número. El mío era el dos. Recibí dos bolsas de papel de estraza cada una con dos bocadillos, de chorizo y salchichón, y un plátano. Uno, lógicamente, fue para Rosarito.