OPINIÓN.- Se llamaba Jesús. Finales de los noventa. Él, alumno de bachillerato. Yo, su profesor de lengua y literatura. Lugar de nuestro encuentro, IES Trinidad Arroyo. A comienzos de un curso cualquiera, en el vestíbulo del instituto, me topé con un chaval al que casi nadie hacía mucho caso precisamente. Sentado en una silla de ruedas, que empujaba su cuidador, un hombre afable que parecía mantener una buena relación con el muchacho. Jesús tenía una mirada limpia y un gesto de inconformismo con su verdadera realidad. Jesús coexistía con una grave anomalía genética, la acondroplasia, que muchos confunden con enanismo, aunque no sean términos sinónimos. Sus piernecillas y sus cortos brazos le impedían realizar actividades de lo más normales para la mayoría de los seres humanos. Apenas podía mantenerse en pie y requería todo tipo de cuidados. El primer día de clase me recibió sonriente. Le devolví la sonrisa y me acerqué a él. «¿Cómo vamos de ortografía?» «No me puedo quejar», me dijo con sorna. Desde aquel dia quedé impresionado por su actitud. Le gustaba leer y comentaba con gusto los libros que leíamos, fueran de Azorín o de Martín Santos. Un día conversamos en el aula sobre los proyectos de cada uno. En voz queda Jesús lanzó la idea de que quería ser periodista. Aplaudí sus deseos, le dije que valía para ello y que con esfuerzo llegaría muy lejos. En aquellos momentos supe de verdad lo que significan las mentiras piadosas. En realidad, el bueno de Jesús tenía un futuro incierto. En primer lugar, vivía con su madre, viuda y con unos ingresos tan mínimos que apenas alcanzaban para la manutención de madre e hijo. En segundo término, su enfermedad se va agravando con el paso de los años, la musculatura va cediendo y los órganos principales empiezan pronto a fallar. Si las personas con graves quebrantos de salud son además pobres de solemnidad difícil solución tiene el asunto de marras. Digan lo que digan, el dinero sigue siendo vital para salir adelante para una persona discapacitada que para otra que no lo es. A pesar de los pesares, intenté imbuirle la idea de que con becas y tal y cual podría llegar a la meta. No sé si fue un error por mi parte o me pudo la humanidad que todos llevamos dentro.
Un día, y el siguiente también, eché de menos a Jesús. No había venido a clase. Nadie me dijo el porqué. El director, más seco que la mojama, se contentó con decirme que habían retirado el presupuesto para el transporte diario del chico desde Cascón de la Nava, donde vivía, hasta el instituto. «No hay nada que hacer», me indicó, y yo, claro es, me rebelé contra esa indolencia de quien debía velar por los derechos de los alumnos más necesitados. Llamé a la Delegación de Educación y conversé con algún procurador de las Cortes de Castilla y León, tanto del PSOE como del PP. Todos coincidieron: no había nada que hacer. Para ellos, Jesús era un número, no un ser humano, al fin y al cabo un solo voto en una pequeña localidad de la Nava. Seguí con mi rebelión, por supuesto. Llamé a las redacciones de los diarios y emisoras locales para avisarles de lo que estaba ocurriendo en el Trinidad Arroyo. A la mañana siguiente, esos medios, que demostraron mucha más cordura que las administraciones públicas, se hicieron eco de tamaño desvarío. Toda la ciudad tomó buena nota. El esfuerzo mereció la pena. Al día siguiente, como si hubiera venido a Palencia el flautista de Hamelín , apareció en un cajón un presupuesto para el transporte de Jesús. A nadie se le cayó la cara de vergüenza. Todos se atribuían la victoria. Cuando volví a toparme con Jesús en el aula, le dije: «Ya te vale, la que se ha organizado por tu culpa, majo». «Si yo no he hecho nada, profe» me soltó inquieto, a lo que contesté «Las personas como tú son las que ganan grandes batallas y hacen que este mundo traicionero siga evolucionando para bien». Y siguió leyendo, escribiendo y sonriendo el resto del curso, a pesar del esfuerzo denodado para sostener los cuadernos o el bolígrafo.
Meses después me trasladé a vivir a Andalucía. Perdí el contacto con Jesús pero siempre mantuve un recuerdo imborrable de su persona. Las pasadas Navidades me encontré con un gran amigo de Cascón de la Nava al que hacía décadas que no veía. Le pregunté por Jesús con sumo interés. «Murió hace tiempo», me trasladó. Y la verdad es que me impresionó la noticia. Porque en esta vida conocemos a personas de todo tipo y condición, pero solo una mínima parte de ellas permanecen imborrables en nuestro corazón.