Javier Santamarina

LA LÍNEA GRIS

Javier Santamarina


Woodlawn

25/02/2022

Resistirse a la depresiva nostalgia por la ignorancia creciente no es una tarea fácil. Demasiada gente piensa que el Big Bang confirma la ausencia de Dios, gracias a los comentarios del fallecido Stephen Hawkings, mientras que desconoce quién fue Georges Lemaître. Así se entiende que en una serie de animación, la protagonista apueste con rotundidad por la subida de impuestos a las empresas sin explicarlo; ni siquiera Cristóbal Montoro aspiró a tanto con su gusto por la expropiación fiscal.
La oposición a un argumento no te transforma en malvado, solo demuestra que posees otros criterios. Los impuestos a las corporaciones están más motivados por el miedo a que los dueños eludan sus obligaciones fiscales que a una justicia social. Los defensores de su aplicación argumentan que todos los que se benefician de la existencia del Estado deben de contribuir a su mantenimiento. Obvian que las empresas con su actividad económica son los motores de una sociedad próspera que permite la generación de recursos públicos. Y sus dueños ya pagan impuestos.
¿Significa que las empresas deben carecer de cualquier tipo de freno? Aquel que haya leído un libro de Michael E. Porter, gurú de la gestión empresarial, sabe que la respuesta debe de ser negativa. El capitalismo solo puede funcionar y prosperar con una pluralidad efectiva de actores económicos. 
Los agricultores y ganaderos han visto reducir sus ingresos económicos por la desaparición de clientes reales para sus productos. Los consumidores vemos cómo progresivamente las opciones para una compra o servicio se están reduciendo a tres; véase en móviles, banca, compra online, viajes. Las empresas no son más grandes porque sean mejores que antes, solo se limitan a comprar a sus competidores. Es el preludio al crecimiento de los precios, pérdida de la calidad y reducción de la innovación. 
Los gobernantes observan con pasividad esta concentración de poder, ya que les facilita su tarea de control. Las empresas tecnológicas son monopolísticas en su esencia porque tienden a un modelo de negocio vertical. Sus ingresos en un área financian al resto para conseguir aislarse de la competencia. Basta con observar sus márgenes o la ausencia de rivales para intuir que en su campo el libre mercado no existe. Nadie cambiará de dispositivo, si lo comprado en su store es superior al coste del mismo. Esta obviedad, la imposibilidad real de cambio, es la que atenta contra la esencia del capitalismo. El miedo al celo gubernamental no justifica la inacción.