José María Ruiz Ortega

Estampas rurales

José María Ruiz Ortega


Delicuescencia

26/02/2022

En una semana que se ha dicho de todo, respecto a la crisis del PP, nadie es ajeno a consideraciones, comentarios y especulaciones. Una decadencia que afecta desde el municipio a la comunidad autónoma y al orden internacional en Ucrania. Y uno se pregunta: ¿Están preparados nuestros políticos para ejercer la función de dirigir una nación? La conclusión es que no es lo mismo gobernar que representar, pues para esta última función la sola elección de los representados puede y debe bastar. En los tiempos que vivimos, al menos en España, da la impresión de que los partidos seleccionan a sus dirigentes pensando fundamentalmente en fabricar grandes maquinarias electorales para alcanzar el poder, pero no prestan la misma atención a prepararse para ejercer ese poder con rigor o eficacia.
Quizás el exceso democratizador de los partidos políticos nos ha llevado al 'todo vale' y se olvida que una auténtica democracia debiera seleccionar a los mejores. Cicerón y Aristóteles recordaban: «Elegir a los más virtuosos y sabios para velar por los intereses colectivos». No olvidemos que los partidos políticos están formados por seres humanos, donde el ego y el orgullo son dos lastres difíciles de superar y controlar. Antropológicamente somos seres humanos y es fácil crear un coro de aduladores, de 'lealtade sin contar con preparación. Se crean gabinetes compuestos de personal de 'confianza', sin capacidad humanística. Maquiavelo nos recuerda que «el príncipe prudente debe preguntar mucho, escuchar a todos los preguntados con verdadera paciencia».
 Los partidos transversales y los nacionalismos pueriles no conducen a ninguna estabilidad. Decía José Luis Alvite que muchos grandes hombres perderían toda su relevancia si dejasen de estar a la altura de su inmerecida mala reputación. El proceso de dar las cosas por supuestas es una trampa que hace que esa noticia, medio falsa, pase a un primer término sin revisar la veracidad. Todo en este mundo ocurre con una celeridad que puede desbordarnos y, en un momento, pasar de poderoso a mendigo. Ahí está el ego, una práctica en política, fascinado con adulación y se rompen las relaciones de moral encubiertas en la ética.