Hace tres meses, en la misma ciudad donde se abrió, cerraba su ciclo vital Fernando Zamora (Palencia, 1939-2021), ser de exquisita delicadeza y artista irrepetible. Su obra, a pesar de lo velada y pudorosa, o quizás por eso, me parece un lujo. Un lujo al que no estamos por aquí muy acostumbrados. Su poesía, puedo decir, ganará con el tiempo y quedará como un fruto reconocible entre otra ganga pasajera. La edición de sus dos últimos libros de poemas en la editorial Cálamo –Nueve espejos de la reina ciega y Tus palabras son nieve–corona espléndidamente una trayectoria poética que, si empezó tarde a darse a conocer, no puede ya soslayarse dadas su coherencia y calidad.
Médico cirujano en lo profesional, Fernando ejercía como pintor y poeta en sus horas libres. Sin duda, porque la pintura y la poesía, o lo que es lo mismo, la contemplación y la recreación de la belleza y lo arcano de la realidad –«el misterio inadvertido de las cosas», como dice en uno de sus versos de Nueve espejos…– eran para él la sustancia del alma. La contemplación de la obra de los grandes artistas, la lectura atenta de los más significativos y estimulantes poetas españoles y extranjeros, los paseos demorados, el paso (y el poso) de los días callados, en ese vivir hacia dentro, todo iba madurando en la retorta de su alma y destilaba de vez en vez en los trazos singulares de sus dibujos y acuarelas, de sus creaciones matéricas y de su poesía tan aparentemente ocasional y, sin embargo, desde tanta hondura brotada. (Allí en su estudio, entre libros y láminas, pecios de sus paseos, pinceles y colores y cuadros, todo mezclado y bullente como en un mundo onírico, como el magma previo a la creación de las formas en las que él oficiaba. Ese era su mundo, el refugio donde poner a buen recaudo la soledad del alma, ese plus de sensibilidad irrenunciable del artista).
Le distinguía el trabajo callado, lento, minucioso, exigente al elaborar su obra. Algo muy propio del que busca, ante todo y más que nada, el hálito más prístino, la ligereza alada, la transparencia. Como esas mañanas de noviembre, en que el aire y la luz son pura acuidad, afiladas de roces y matices, como una seda sutil en que el otoño se envuelve. En esa mañana de su entierro –mientras me dirigía a la iglesia de san Lázaro– me pareció ver el reflejo de su obra, sutil y transparente.
Hasta 1994 no salió su primer libro, Fragmentos y variaciones (Endymión), recopilación selectiva de sus versos de muchos años (desde los sesenta en que, universitario en Valladolid, frecuentaba la tertulia de la Librería Relieve y aprendía con Francisco Pino y Justo Alejo). Apenas 100 páginas: 75 poemas breves, enjutos, quintaesenciados. Ya en él deja bien claro que no otra cosa persigue que la búsqueda de la poesía en estado puro, pues su reverencia ante la palabra le impide dilapidarla, llenar la página de hueca retórica. Parecen los poemas un gotear de palabras (a veces, de sílabas): palabras de cristal, sacadas con esmero, delicadamente, de las sombras y deseosas siempre de volver a ellas. No pocos son metapoesía, confesión del gran valor del silencio, de buscar la pureza radiante del verbo y evitar la retórica inútil. «Escucha / la mudez / de lo indecible» escribe en un poema. Y con ironía, en otro: «Sufro un mal / poético». Contención, excesivo celo que quizás sean nada más que lucidez de quien desconfía de la propia escritura, como expresa inmejorablemente en el poema inicial del libro, Pirómano en prácticas: «Echo gasolina / a mi poesía  // la rocío / la empapo muy bien /-que coma- // y luego / allá va / una cerilla encendida // pero no arde // es piedra / común».
Otros dos temas capitales de su poesía son la presencia y percepción de la naturaleza y la conciencia del tiempo. Hay una visión del mundo desde un yo integrado en la naturaleza. Una visión zen, de comunión con la naturaleza libre, que alguna vez expresa la envidia de no ser ella plenamente, sentirse por entero en su pureza, en su gratuidad. Sabe que esa es la única manera de desligarse del tiempo, de no sentir su herida, su dependencia, su vulnerabilidad. La falta de eternidad, la caducidad es la «sed» del hombre; «parece tiempo amargo» –dice– el que marca la distancia entre el ayer y el hoy. Por eso, se adivina un propósito de identificación con el presente, con el instante, al que pretende captar en toda su desnudez e intensidad, al margen de la memoria y su larga condena: el olvido. 
Gemelas visión del mundo y uso del lenguaje, de gran interés es igualmente comprobar los mecanismos lingüísticos con los que compone esa poesía destilada, de gran eficacia estética en su levedad aparente, y en su hondura. Fragmentación, ironía, distanciamiento, falsa narratividad, focalización cambiante, soterradas simbolizaciones..., todo un alarde de sutilezas expresivas, empezando ya por la implicación semántica de los mismos títulos, sobre lo que tanto habría que decir.
Pero no es sólo lo inmanente a su poesía lo que merece considerarse, también su concepción y su actitud artísticas arrojan un nuevo sentido vistas desde una perspectiva sociológica; es decir, en el ámbito del fenómeno poético de la ciudad donde se mueve y produce su obra: Palencia. Pequeña ciudad esta cuya tradición poética, por su aislamiento y otras obsolescencias culturales, ha propendido a la temática localista y la retórica trasnochada, a todo lo cual ha estado bien ajeno este autor y su obra, que bebe en poéticas de gran actualidad, y no sólo hispánicas, sino europeas, universales, y sin disociar la poesía de otras tentativas vanguardistas del mundo del arte que conoció tan bien. No me cabe duda de que Fernando ha sido, en nuestra ciudad, el poeta de las últimas décadas, de esta larga etapa de democracia, atrás dejados floreados o hirsutos estilos de posguerra. Y, sin embargo, no buscó ni pretendió nada, de cara a la galería. Le bastaba con hacer callada y pacientemente su obra. La sola creación era su cuidado y su premio. 
Se puede leer el inaugural Fragmentos y variaciones (1994 y cualquiera de los posteriores: Sil-va-de-sí-la-bas (2004), Virado a sepia (2006), Libro para quemar (2007) o Tratado de conservación (2017, en esta misma colección), e incluso algunos tan novedosos entre la poesía más experimental como Cartas a Yegor Kovalchuk (2003) o Libro de hilos, que solo una imaginación tan fértil y libérrima como la suya, propia de un artista total, es capaz de llevar a la página, y al leerlos tener siempre esa sensación de que están trazados con la misma levedad, la misma sabiduría refrenada, el mismo humor sesgado, el mismo quiebro audaz de la lengua, la misma intuición sorpresiva y suspensa… Y, sin embargo, como en la luz, que a medida que el día avanza no es la misma, también en Fernando se advierten las casi imperceptibles tonalidades que se suceden con los años y el tiempo que, queramos o no, nos lleva en volandas.
Desde Fragmentos y variaciones (1994), el primero publicado, hasta el último escrito, en el tiempo postrero de vida, Nueve espejos de la reina ciega, el itinerario poético de Fernando Zamora describe una línea que, con gran sutileza, va aguzando su perfil a medida que la melancolía, el sesgo del tiempo, se hace más perceptible en sus versos. Este último libro supone un giro muy importante respecto a todo lo anterior. En un ejercicio solipsista y desasosegado, el poeta se adentra en el territorio de lo incierto, aquel en el que solo resuenan las preguntas y las respuestas se escabullen. Un territorio donde la realidad es puro sueño y todo se diluye en la fuga del tiempo, hasta la propia identidad. 
Y junto a este libro esencial, se da Tus palabras son nieve, que se compone de cuatro cuadernos independientes que enlazan con su poesía anterior –la que hace de la palabra un ariete contra la convención social y de la vida y la naturaleza un don contemplativo sin más– y que, de alguna manera, prefigura este último. Hay en el núcleo de ambos una tensión evidente entre la sensación de lo finito e incomprendido y una llamada más honda al deseo de ser. Entre la existencia y la creencia, digamos. Y así, bien podemos concluir con George Steiner, el gran humanista no hace tanto desaparecido, que, porque la expresión de su arte se enraíza en lo genuino, es una manifestación de la trascendencia, de esa presencia real de lo absoluto que siempre buscan, y acabarán reflejando, la poesía y el arte verdaderos. 
Reciente la desaparición del poeta, ambos libros son un hermoso legado que nos permite comprobar el hondo y delicado estremecimiento de su poesía.

 

 

* César Augusto Ayuso es filólogo, crítico y poeta