La bici de Milagros

Fernando Pastor
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Eran tantas las demandas que tenía que llegó a cobrar 25 céntimos (de peseta) a las niñas que no eran de su grupo de amigas

La bici de Milagros

Milagros Barco del Moral, de Esguevillas de Esgueva, sentía desde siempre una gran admiración por las bicicletas. Deseaba con todas sus fuerzas disponer de una y aprender bien a andar con ella.


Su padre tenía una, de carreras, y Milagros maquinó la forma de poder cogerla. Puesto que toda la familia tenía la costumbre de echarse la siesta todos los días después de comer, Milagros simulaba dormir y cuando el resto de la familia estaba en los brazos de Morfeo ella se levantaba sigilosamente, cogía la bicicleta y se iba por la carretera, o a dar vueltas por el pueblo, para aprender a andar bien con ella. Y de esa forma fue aprendiendo.


Era una bicicleta muy alta, lo que unido a que Milagros era muy menudita de estatura provocaba que tuviera que meterse por debajo de la barra para poder llegar bien a los pedales.


A mediados de la década de los años cincuenta, cuando tenía 8 o 9 años, viendo la gran afición que Milagros tenía por la bicicleta, le regalaron una por Reyes.


En aquellos años ningún niño de Esguevillas tenía bicicleta, por lo que todas las chicas del pueblo estaban como locas con la bicicleta de Milagros. En sus ratos libres iban al silo y allí Milagros les dejaba dar una o dos vueltas a cada una con la bicicleta. Tanto insistían y se la pedían que les dijo, medio en broma, que iba a empezar a cobrar por dejarles la bicicleta. Y lo hizo: comenzó a cobrar 25 céntimos (de peseta) a cada una, aunque solamente a las que no eran de su grupo de amigas. A estas no las cobraba. 


La mayoría no sabían andar en bicicleta, por lo que se dieron muchos golpes, pero de esa forma fueron aprendiendo, con Milagros de maestra de ceremonias enseñándolas. A medida que iban aprendiendo fueron disfrutando más, y ya no se limitaban a andar por el pueblo sino que se atrevían a salir por la carretera.


Y es por aquí, andando con la bici por la carretera, donde encontraron otro divertimento: molestar y espiar a las parejas. Cuando veían a alguna pareja paseando por la carretera, alejándose del pueblo para sus momentos de intimidad, las niñas les seguían con la bici, y si les veían esconderse en la cuneta, llegaban hasta el lugar y se asomaban para verles en acción, haciendo manitas.


Las cántaras de vino.

El padre de Milagros era el maestro del pueblo y tenía gran amistad con el cura, por lo que la obligaba a ir a la iglesia a rezar el rosario. Allí se juntaba con sus amigas y se ponían en los bancos de más atrás para poder  hablar. El cura las llamaba la atención y las hacía ponerse en el primer banco.


A una de las amigas de Milagros le gustaba el vino. Sabían que el abuelo de esta guardaba cántaras  en una habitación, así que le propuso a Milagros ir a casa de su abuelo a beber vino. Milagros accedió. Se les unió otra amiga y allí fueron, decididas las tres. Entraron en la habitación en la que el abuelo de Milagros tenía el vino e intentaron coger un garrafón para beber de él, pero ellas, tan pequeñas, no tenían fuerza suficiente para inclinar unos garrafones tan grandes. Pero no cundió el desánimo ya que vieron una botella que había por allí, y de ella bebieron. Le dieron un buen trago… comprobando es sus propios paladares que no era vino lo que contenía la botella, sino vinagre. No se lo tomaron a mal sino todo lo contrario: les entró la risa por lo que les había pasado, y no dijeron nada para que no las riñeran.


Lo contaron muchos años más tarde, en El Banco de los Recuerdos, un precioso documental grabado por Arturo Dueñas.

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