La pluma y la espada - Jorge Manrique

Jorge Manrique, las coplas inmortales


El poeta, que no llegó a cumplir 40 años tras fenecer cerca de los muros del Castillo de Garcimuñoz, es referente de múltiples autores posteriores

Antonio Pérez Henares - 24/10/2022

Cuando el comendador del castillo de Montizón, señor de Villamanrique, trece de Santiago y capitán de hombres de armas de Castilla, compuso en el año 1476 las Coplas a la muerte de su padre en honor al suyo, don Rodrigo Manrique de Lara, gran maestre de la Orden de Santiago, no sabía que iban a ser publicadas tras la suya, acaecida solo tres años después de aquella y que lo sería por heridas en combate, como correspondía al buen guerrero.

Porque Jorde Manrique, de la vieja familia de los Lara, emparentado también ya entonces con el poderoso Marqués de Santillana, fue ante todo un hombre de guerra, y su oficio, las armas. Serían por estas por las que ganó fama en vida, pero sería por la poesía y sus coplas por las que lograría pasar a la posteridad después de muerto y hasta nuestros días. Hoy es considerado uno de los poetas más importante en el Cancionero General (1515), un autor imprescindible y quizás el más señero del Prerrenacimiento hispano.

 Su fecha de nacimiento y el lugar donde lo hizo están bajo ciertas dudas. Parece que pudo ser en 1440 en Paredes de Nava (Palencia) o en Segura de la Sierra (Jaén), cabeza de la encomienda al mando de su padre, don Rodrigo. Su madre, doña Mencía, prima hermana del Marqués de Santillana, murió cuando él no había cumplido aún los cuatro años. El nombre de Jorge, tan poco habitual en Castilla, le fue puesto por su progenitor como homenaje a quienes fueron siempre sus grandes amigos, los Infantes de Aragón, de la que San Jorge es patrón.

Don Rodrigo crió a su hijo en la Sierra del Segura, y lo hizo con todo el esmero y la dedicación que pudo, tanto en la enseñanza de sus deberes como caballero castellano como en los estudios de Humanidades, donde también contribuyó su tío, también poeta, Gómez Manrique. Su juventud fue la de un noble castellano de uno de los más poderosos linajes y su peripecia vital estuvo ligada a los convulsos momentos y guerras en las que se vio envuelto el reino. Combatió contra los musulmanes, se sumó al levantamiento de los nobles contra el rey Enrique IV, apoyó al Infante don Alfonso y a la muerte de este y en primera instancia no se pondría a favor de la después reina Isabel de Castilla, sino de Juana la Beltraneja, la cuestionada hija del aún más cuestionado rey y padre. 

La contienda y conflicto civil castellano con Portugal, incluido, llegó con doña Juana, casada con el rey luso que intervino en el conflicto y le costaría la vida siendo aún muy joven, combatiendo por doña Isabel. Pero ya había estado a punto de perderla cuando, años antes, era partidario de su rival, la Beltraneja, aunque más bien lo hizo por apoyar a sus parientes, los Benavides de Baeza, contra el conde de Cabra. A resultas de ese apoyo cayó prisionero en la ciudad jienense de sus enemigos en unión de un puñado de jóvenes nobles que se habían infiltrado en ella. El suceso le costó la vida a su hermano mayor, Rodrigo, y a varios de sus acompañantes y él mismo estuvo a punto de ser ejecutado. Lo salvó el obispo. La razón de esto no podía ser más sencilla: era su tío.

Pasado el trance, casado con una linajuda toledana, Guiomar de Castañeda, que le dio dos hijos, ya formó parte, al igual que su padre, elegido en 1474, gran maestre de la poderosa Orden santiaguista, en las filas de Isabel y Fernando y, como tal, destacó en importantes batallas, como el cerco a Uclés, sede principal de la Orden militar, que mantenían con fiereza el arzobispo toledano Carrillo de Albornoz y el marqués de Villena, Juan Pacheco, y que como teniente de la reina de Ciudad Real y apoyando a su padre, logró que fuera levantado. 

Herida de muerte. Su padre falleció al poco, víctima de un terrible cáncer que le carcomió el rostro, en 1476, y él lo haría tres años después, en 1479, tras resultar mortalmente herido cerca de los muros del castillo de Garcimuñoz, por una lanzada. Regresaba junto con sus tropas de una gran cabalgada y cargaban un botín cuando fueron emboscados por las tropas del marqués de Villena, partidario de la Beltraneja, que estaban al mando de Pedro de Baeza en la citada fortaleza, y cayeron en su celada en el camino de la Nava, según testimonio de este mismo. Parece, eso sí, que no murió en el acto o bien que sus hombres rescataron su cadáver. Entre sus ropas encontraron algunos versos escritos de un nuevo poema que no pudo concluir. La fecha datada de su muerte en las crónicas santiaguista se sitúa en el 24 de abril de 1479. No llegó, pues, a cumplir los 40 años. Sus restos fueron llevados después a Uclés y sepultados a los pies del sepulcro donde reposaban los de su padre, el maestre. Su lema había sido «No miento. No me arrepiento». Pero no pasarían ni su padre ni él mismo a la historia por sus hechos de armas, sino que serían aquellas sentidas y magistrales coplas a la muerte de su progenitor quienes preservaran para la eternidad la figura de ambos. 

Y casi exclusivamente por ellas, aunque Jorge Manrique escribió algunas otras obras, donde ya apuntaba algo, que sin salirse de la métrica cancioneril y en los modos, modas y convenciones de la época y del amor cortés y galante, se separa de ellas en algunas temáticas, saliendo de lo cortesano, dando incluso voz a los vasallos y, sobre todo, por ahondar en los sentimientos personales, lo efímero de la vida y la manera de afrontar la inevitable muerte, en la que pone como ejemplo a su padre, a quien elogia con enorme sentimiento. Esta introducción de los sentimientos personales, algo inusitado, son el mayor aporte de su obra, cuya hondura y calidad literaria son indiscutibles.

Merecen también atención, entre sus otras creaciones, la de carácter burlesco, donde retrata más allá del tópico a diversos personajes tanto nobles como plebeyo y de cuya sátira no escapa ni siquiera la tercera mujer de su padre y, por tanto, madrastra, pero que resultaba también ser la hermana mayor de su propia esposa, por la que no guardaba mucha simpatía. Es en esa poesía burlesca donde más se suelta y rompe normas. Lo hace en un corto poema de tan solo nueve versos titulado A una prima suya que le estorbaba unos amores, con solo nueve versos, en otro satírico a una mujer que empeñaba su ropa para emborracharse. Coplas a una beoda que tenía empeñado un brial en la taberna y en esos versos ya citados ajusta cuentas en 120 versos con su madrastra y cuñada. Un convite que hizo a su madrastra. Que las acompaña, de poco antes de su muerte.

Pero son, sin duda, las Coplas a la muerte de su padre, editadas por primera vez en la década de 1480-1490, y rápidamente consideradas por todos quienes lo salvaron a él y a quien iban dedicadas del olvido y, en cierto modo, hicieron vencer a la muerte en la memoria de los hombres. 

Las diversas generaciones de poetas, hasta las del 98 y del 27, lo han venerado como una de las cumbres poéticas en lengua española. Es el poeta predilecto de Antonio Machado: «Entre los poetas míos / tiene Manrique un altar», y no es casual que diera el nombre de Guiomar, la esposa de Manrique, a su último y misterioso amor. Luis Cernuda lo califica de «poeta metafísico». Y su tocayo, Jorge Guillén, tituló el segundo libro de su obra Clamor con su verso «Que van a dar en la mar».