Los viajeros de los siglos XVIII y XIX y la catedral

Antonio Rubio López
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No regatea el autor sus calificativos de admiración hacia todos los elementos catedralicios que recorre, ya sean las capillas abiertas en la nave del evangelio, ya la cueva de san Antolín, el coro con su sillería y reja o la capilla del Sagrario

Los viajeros de los siglos XVIII y XIX y la catedral - Foto: Jesús Sevillano

La lectura de las descripciones que afamados viajeros han hecho de nuestros monumentos puede ser un ejercicio ciertamente provechoso para el espíritu, además de -por lo general- gratificante; aunque, a veces, la crudeza sobre determinadas cuestiones o detalles pudieran hacernos sonrojar, como las frecuentes alusiones de Antonio Ponz a la «hediondez» causada por «la inmundicia que corre por las principales calles de la ciudad de Palencia», o las observaciones de Pedro Antonio de Alarcón acerca de la destrucción de nobles caserones de la ciudad reemplazados por algunas «jaulas» de cinco pisos, de estilo francés, «que ponen espanto a los enamorados de lo tradicional y lo castizo». Afortunadamente, para quitar ese mal sabor de boca, el propio don Pedro Antonio nos dejó su observación de que «en Palencia son las mujeres mucho más guapas que en otros pueblos de Castilla». Y no dice más guapas sino «mucho más guapas». Apreciación con la que coincidimos al cien por ciento.

Pero resulta muy interesante conocer las impresiones que acerca de nuestra ciudad, sus monumentos y, muy singularmente, la catedral dejaron para la posteridad algunos personajes cultos y experimentados, con bagajes enriquecidos por lo mucho viajado y lo mucho contemplado en muy diversas ciudades de España y del extranjero.  Me refiero a viajeros-escritores, o escritores-viajeros, como los Street, Ponz, Alarcón, Doré, Jovellanos, Ambrosio de Morales, Unamuno, Madoz, Quadrado, entre otros. 

Personajes como Pedro Antonio de Alarcón que, en agosto de 1858, visitó nuestra catedral en penumbras, iluminándose con numerosos fósforos para intuir -más que ver- la singular belleza de la sillería del coro, mientras el sacristán le urgía -casi tanto como el hambre- a volver a descender a la cripta de san Antolín «que parecía ser su ojo derecho». «Célebre cueva, santuario subterráneo que sirve como de mística base al gran templo que hay encima», escribió en su obra Los viajes por España.

Otro viajero ilustre e ilustrado fue George Edmund Street (1824-1881), arquitecto y exquisito dibujante inglés, que anduvo por múltiples pueblos y ciudades de España en 1861 y los dos años siguientes. A juzgar por sus impresiones, la catedral no lo debió de convencer plenamente, criticando incluso la proporción relativa de las dimensiones y que la nave central no se pudiera apreciar en toda su magnitud por el emplazamiento del coro, mientras calificó de «vista muy hermosa» la correspondiente a las dos naves laterales. 

No tuvo piedad el tal Mr. Street al referirse a la cabecera del templo «aún peor tratada que las naves porque toda su disposición antigua ha sufrido irreverentes alteraciones». Mejor impresión produjo al ilustre viajero la sillería del coro, obra, en su mayor parte, del maestro Centellas, y dio detalles de los traslados de que había sido objeto desde su primitivo emplazamiento al que en la actualidad ocupa.

 Tampoco el claustro le satisfizo, por sus altos ventanales despojados por completo de las tracerías; «sus bóvedas son góticas, de un estilo terciario, muy adocenado, careciendo de interés en su actual condición y aspecto». Mucho nos gustaría acompañar a George Edmund Street en una visita actual a nuestra joya diocesana y tratar de hacerle rectificar de tan discutibles apreciaciones. 

Infinitamente más indulgente con la catedral de Palencia, aunque no con la ciudad de la que -como dije arriba- criticó sin piedad la suciedad y olor, fue don Antonio Ponz (1725-1792), uno de los más destacados viajeros del siglo XVIII, secretario de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y autor de la importante obra Viaje por España, un conjunto de dieciocho volúmenes publicados entre los años 1772 y 1794, los últimos ya después de su fallecimiento.

 Salió muy complacido, en general, de todo cuando vio y admiró en el templo catedralicio, deshaciéndose en elogios de muchos de los detalles contemplados y afirmando que le da «cierta majestad» que los techos y paredes no estén tan adornados como en otras muchas del mismo género. Calificó de buenos los retablos que adornan algunas de sus capillas -citó en concreto las de San Ildefonso, San Sebastián, San Martín y San Jerónimo- y, al contrario, se mostró inflexible con una porción de obras que - dijo- «debían arrojarse del templo, como monstruosas e indecentes». 

Se refería Ponz a algunos retablos barrocos en el semicírculo que hace el templo detrás de la capilla mayor, conocido como la girola. «Talla abominada tantas veces con colgajos de rábanos, uvas y cosas de esta naturaleza muy fuera de propósito, sin regularidad del arte y sin venir al caso», sentenció Ponz, a quien claramente molestaba la estridencia barroca. Por el contrario, elogió la calidad de algunas pinturas como los Desposorios de Santa Catalina con el Niño Jesús, de Mateo Cerezo, y copias «bastante buenas» de insignes pinturas por él conocidas, de Rafael, Guido Rheni, Corregio, Marati y Ticiano, entre otros.

Los escritos de don Miguel de Unamuno siempre son una inspiración: «Respiré el otro día al entrar en ella (la catedral). Era un islote de frescor», escribiría en su obra dramática Andanzas y visiones españolas. «La catedral toda, el trascoro en especial, es de una frescura sencilla y tierna y clara. Aquellas manos de Nuestra Señora de la Compasión y de san Juan que la protege son frutos de frescura también. Traen invisible agua del cielo a quien las contempla», sentenció generoso y profundo -cual solía- don Miguel.

No podía faltar en esta relación el importante trabajo titulado Diccionario geográfico-Estadístico-Histórico de España y sus posesiones de ultramar, obra de Pascual Madoz realizada entre 1845 y1850. Como el nombre indica, es un estudio muy pormenorizado de las provincias españolas, de su organización territorial, economía y formas de vida de sus gentes. 

Hay una referencia breve -someramente descriptiva- de la catedral de Palencia, en la que, tras dedicar unas pocas líneas al interior, aborda la imagen externa: «Presenta un hermoso aspecto, no obstante estar denotando haber sido obra de muchas manos, hallarse por concluir y no guardar la regularidad que esta clase de monumentos requiere, puesto que en ella se vez mezclados los órdenes dórico, jónico y algún otro».  

Al contrario que Madoz, José María Quadrado se explaya grandemente en la descripción de la catedral de Palencia en el tomo que dedica a nuestra provincia dentro de la obra Recuerdos y bellezas de España, fechada en 1861, y primorosamente ilustrada por Francisco J. Parcerisa. 

No regatea el autor sus calificativos de admiración hacia todos los elementos catedralicios que recorre, ya sean las capillas abiertas en la nave del evangelio -mucho más elogiadas que las ubicadas en la girola- ya la cueva de san Antolín, el coro con su sillería y reja, la capilla del sagrario, y así cuanto tuvo oportunidad de contemplar.

 «En el trascoro empero brillan sin competencia y con todo su esplendor las cinco estrellas de Fonseca; allí propuso el prelado emplear el arte más exquisito en obsequio de su devoción más acendrada. Hallándose en Flandes de embajador cerca de la reina Doña Juana y de su esposo el archiduque en 1505, hizo pintar a uno de los mejores artistas de aquel ilustrado país un cuadro de Nuestra Señora de la Compasión sostenida por el discípulo amado, y representar alrededor sus siete dolores, pintura interesante hasta lo sumo, no solo por la expresión de los rostros y por lo acabado de los detalles, sino por el retrato del obispo figurado de rodillas ante la Virgen».

Breves pinceladas, las aquí recogidas, de las impresiones y la huella que nuestra catedral, cada vez más bella y cada vez más reconocida, dejó en la memoria de estos ilustrados visitantes a los que hemos evocado en estas líneas.