«Érase una vez, cuando Palencia fue capital de Castilla...»

César González Mínguez
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Pregón Literario de las Ferias y Fiestas de San Antolín de Palencia de 2013

Ilmo. Sr. Alcalde de Palencia, autoridades, señoras y señores, queridos amigos todos.

Agradecimiento y presentación.

Mis primeras palabras no pueden ser otras que las de manifestar mi profundo agradecimiento al Sr. Alcalde de la Ciudad por haberse acordado de mí a la hora de pronunciar el Pregón Literario de las «Ferias y Fiestas de San Antolín de 2013». Espero responder de la forma más adecuada y digna a ese magnífico reto y no defraudar a todos mis queridos paisanos.

En una tierra provista desde el Medievo de una larga nómina de artistas de la palabra, puede ser una osadía casi temeraria hacer un discurso de contenido exclusivamente literario. Acaso por ello, y sin pretender poner una pica en Flandes, derivaré mi intervención hacia contenidos en los que ciertas vivencias personales se mezclen con algunos retazos de la historia medieval de Palencia, añadiendo como colofón algunas reflexiones sobre la actual coyuntura, no tan halagüeña como a todos nos gustaría, pero haciendo un guiño a la esperanza. Al fin y al cabo de lo que se trata ahora es de poner un poco de ilusión en un paisaje un tanto mohíno.

Antes de seguir adelante situémonos en el mapa. El territorio palentino se nos presenta como una verdadera Mesopotamia enmarcada entre los ríos Carrión y Pisuerga, de personalidad histórica bien acusada y de evidente valor estratégico. Recordemos que este espacio geográfico sirvió para enlazar la Meseta con los puertos de Cantabria y que en sentido de los paralelos estuvo y está recorrido por el siempre sorprendente Camino de Santiago, que dejó en las villas palentinas que lo jalonaron algunas de las muestras más espectaculares y exquisitas del arte románico. Esas tierras de rico y contrastado paisaje, desde las agrestes montañas norteñas a las llanuras inmensas terracampinas, constituyeron auténtico eje de la soldadura entre León y Castilla.

Mis recuerdos palentinos y algo más.

Pero antes de seguir adelante permítanme que evoque algo de mi propia historia, que arranca de la dura época de los años cuarenta. Nací en la calle obispo Barberá, espaciosa calle de amplias aceras jalonadas por una docena de casas molineras a cada lado, que tiene en la actualidad un aspecto radicalmente distinto y, por supuesto, mucho más atractivo. En el solar de la antigua casa ahora se yergue majestuoso un hermoso pino, que sigue dando cobijo todavía a todos mis recuerdos e ilusiones como compruebo cuando paso por su lado en mis frecuentes viajes a Palencia y que como un ritual visito siempre, o casi siempre, al igual que hago con los más antiguos conventos e iglesias, cargados de historia y de leyenda. ¿Cómo no sobrecogernos con la visión del Cristo de las Claras, magnífica expresión de muerte y vida para los creyentes, o con el espectacular y colosal Cristo del Otero, cuyos brazos abiertos dan paz y acogimiento a quienes, ya a lo lejos ya a sus pies, trasciendan con la mirada su profundo simbolismo protector de la Ciudad. No puedo dejar de recordar la modesta parroquia de Santa Marina, donde fui bautizado, o la de San Lázaro del popular barrio de La Puebla, donde me casé con una palentina de ese mismo barrio y recibió el bautismo nuestra primera hija. Tampoco me olvido de visitar, siempre que puedo, el Valle de San Juan, donde nació mi padre hace casi cien años, y cuyo silencio sólo quebrado por los quiebros y cantos de los pájaros me sobrecoge, al igual que no me canso de contemplar desde la «Casa Pequeña» la infinitud del paisaje urbano palentino, ampliado desde Monzón a Villamuriel, y que tantos recuerdos y meditaciones me trae a la memoria.

Recuerdo con nitidez perfecta las andanzas por mi barrio, llamado de Santa Marina o del Mercado Viejo, por la Ronda de los Estudios, la calle de los Pastores, la Herrén de San Pablo o los vericuetos de las Huertas del Obispo, hoy convertidas en precioso parque, uno más de los muchos y muy hermosos que tiene Palencia. Y recuerdo también aquellos veranos, largos y cálidos, refrescados a la vera del Carrión, en el Sotillo o en la «Bomba», carentes entonces de la más mínima adecuación para tal menester, y donde aprendí a nadar, y también algunas correrías de aquella tierna edad, alguna de las cuales me costó un par de dientes, afortunadamente de los de leche.

De aquellos años me viene a la memoria mi primera escuela, el Parvulario de La Milagrosa, en la plaza de Cervantes, a la que siguió la de los Sindicatos Católicos. Vaya para todas aquellas maestras y maestros, ya todos fallecidos, la expresión de mi gratitud y cariño más sinceros, pues fueron quienes me iniciaron en la permanente pasión por el estudio, una semilla que a pesar del tiempo trascurrido desde entonces no ha dejado de dar fruto. En 1953, con nueve años, y tras superar un examen de ingreso, sí, sí, un examen de ingreso, ¡qué tiempos aquellos¡, inicié los estudios de Bachillerato en el entrañable Instituto «Jorge Manrique». Recuerdo con nostalgia los largos paseos desde casa al «Insti», en el buen tiempo por la orilla del Carrión, no tan bien urbanizada como está ahora, y durante el invierno por la calle Mayor Antigua, más resguardada de los fríos y nieblas del río, donde podía respirarse el denso perfume de alguna vaquería y contemplar las fachadas blasonadas de algunas casas, hoy desgraciadamente desaparecidas. El regreso solía hacerlo por la calle Mayor Principal, siempre impresionante y donde todavía se conserva como mudo testigo del paso de los tiempos, casi como entonces, la vieja Imprenta del Pilar. El itinerario de regreso continuaba por la calle de los Pastores donde entonces había alguna casa típicamente campesina con sus enormes portones para el acceso de carros y caballerías.

Fueron seis años de intensas vivencias, de transformación del niño que entró al joven que salió, con su flamante título de Bachiller Superior por Ciencias, y también con la experiencia de aquellas celebraciones de la fiesta de Santo Tomás de Aquino, que entonces acontecía el 7 de marzo, casi como un preludio primaveral, y de los inolvidables guateques. Uno pensaba ingenuamente que podría seguir una carrera superior, pero la economía familiar no daba para tanto. Se frustró así la posibilidad de que me convirtiera en Perito Industrial, como se denominaba entonces a los ahora llamados Ingenieros Técnicos. Así que con quince años empecé a trabajar en una agencia de seguros. Aquella experiencia laboral duró un año, que aproveché para iniciar por libre la carrera de Magisterio, la única que podía cursarse entonces en Palencia. A la conclusión de la carrera dos años más tarde me di cuenta de que había cambiado mi inicial vocación de Ciencias por las Letras, y decidí rematar el Bachillerato con el Curso Preuniversitario de Letras, al tiempo que preparaba las oposiciones para el ingreso en el Magisterio Nacional. Ambas cosas acabaron felizmente, especialmente la segunda pues saqué el número uno de la promoción palentina. Y así, con 19 años, en septiembre de 1963, inicié la actividad docente en la nueva Escuela Aneja del Magisterio. Recuerdo con verdadera añoranza y cariño aquellos tres cursos, en los que atendí a la formación de los niños de un barrio muy popular, la Carcavilla, y de los que todavía recibo sus respetuosos saludos cuando me los encuentro por Palencia, aunque muchos tuvieron que labrarse un futuro en lejanos horizontes.

De aquellos años juveniles no olvido las reiteradas visitas a la Biblioteca de la Diputación, donde uno se sobrecogía por la imponente y censora figura del bibliotecario, don Francisco del Valle, mi querido profesor de latín. No hace mucho volví a visitarla y recordé con emoción los tiempos vividos hace tantos años, repasando apuntes y consultando libros en medio de un silencio casi monacal. Y la que entonces me pareció descomunal e inabarcable con sus cuidados ficheros, ahora la he visto pequeñita y muy coqueta, toda ella como una verdadera pieza de museo.

La vocación por el estudio, casi una verdadera religión para mí, me llevó a iniciar otra carrera. Al principio como alumno libre y después, tras la excedencia voluntaria en Magisterio, como alumno oficial de la cercana Universidad de Valladolid, aprovechando el sistema de autobuses universitarios recién inaugurado que unía Palencia con Valladolid, vamos esa especie de Universidad de la carretera que permitió a muchas personas poco sobradas de recursos económicos el poder hacer estudios superiores. Terminé la Licenciatura de Filosofía y Letras (Sección de Historia) en 1969, en un momento en que la dictadura de Franco era suficientemente poderosa como para tratar de contener, bien es verdad que sin mucho éxito, los aires renovadores que iban calando en la Universidad, al igual que en el conjunto de la sociedad española. ¡Qué tiempos aquellos de reuniones, de debates, de funcionamiento imparable de las multicopistas, y también, para los más osados, de detenciones y calabozos¡ ¿Cómo no recordar algunos autores de aquella época, como Herbert Marcuse, Hugh Thomas, Pierre Vilar y tantos otros muy comprometidos, o algunas editoriales como Akal o Ruedo Ibérico que sorteaban cada día los peligros de la voraz tijera de la censura. La verdad es que pocos diques cabía poner a los aires ilusionantes procedentes de aquel ciclón que fue el «mayo francés» de 1968. En el ambiente se respiraban una intensa inquietud política y una insaciable hambre de libertad.

Por entonces la Universidad ya había empezado a masificarse, pero también hay que señalar que el título de Licenciado, o su equivalente en las carreras técnicas, era un seguro para abrir inmediatamente las puertas del mercado laboral, lo que dibujaba un paisaje muy distinto del actual. De las varias ofertas que tuve en ese sentido, opté por la que me brindó mi Maestro don Luis Suárez Fernández, que me ofreció un puesto como Profesor Ayudante de Clases Prácticas en el Departamento de Historia Medieval de la Universidad de Valladolid. Así transcurrió el curso 1969-1970, que aproveché para realizar mi Memoria de Licenciatura.

Un hecho significativo vino a interrumpir momentáneamente mi carrera profesional: el cumplimiento del servicio militar, retrasado varios años con las oportunas prórrogas, y que me tocó hacer en Melilla. Fue un año prácticamente perdido, desconectado con la Universidad de Valladolid, y que provocó la pérdida de mi puesto de Profesor Ayudante. De manera que cuando me licencié, en junio de 1971, me dispuse a empezar prácticamente de cero.

Dicen que cuando se cierra una puerta se abre una ventana, o al revés. Pero lo cierto es que en septiembre de 1971 fue inaugurado en Vitoria el Colegio Universitario de Álava, dependiente de la Universidad de Valladolid, y desde el primer día de funcionamiento del mismo fui contratado como Profesor Adjunto Interino de Historia Antigua y Medieval. Un hecho que cambió para siempre mi futuro profesional. Definitivamente, a partir de este momento me convertí en un verdadero emigrante, como otros muchos palentinos forzado a buscar fuera de la patria chica la realización de su proyecto profesional. No entraré en detalles, pero sí aludiré a algunos hitos esenciales de aquella nueva trayectoria, empezando por el nacimiento de nuestros dos hijos, Beatriz y Jorge, y de nuestros dos nietos, Amets y June, a los cuales desde la cuna hemos inculcado el cariño por el solar palentino. Tras la Tesis Doctoral vino la inevitable tanda de oposiciones, primero la de Profesor Adjunto, en 1979, y después la de Catedrático de Universidad en 1987, situación en la que sigo aunque ya la jubilación acecha de forma irremediable. Durante todos estos años, hasta el día de hoy, he seguido investigando sobre la Historia Medieval de la Corona de Castilla, acumulando más de dos centenares de publicaciones sobre muy variados temas.

Pero permítanme que vuelva para atrás. En una ocasión como esta no podía dejar de reflejar mis recuerdos de los «Sanantolines» de mi niñez y juventud. La feria de San Antolín, al igual que otras muchas españolas, tiene unos orígenes medievales. En nuestro caso la primera noticia documental de la feria antoliniana se remonta a 1154, pero hay que suponer unos orígenes aún más antiguos. En la Edad Media las ferias tenían un componente económico fundamental, que se acompañaba también de un claro sentido lúdico y festivo, que en la actualidad es el dominante en este tipo de eventos.

Con enorme nostalgia vuelvo la vista a tiempos ya muy lejanos, tratando de evocar mis recuerdos sobre aquellas ferias de los años 40 ó 50, cuando siendo niño o joven esperaba con evidente ilusión la llegada de los feriantes, personajes variopintos que armaban en tiempo récord aquellos sencillos caballitos de la época, que nos deslumbraban con sus giros y «subeybajas», y no digamos nada de la ola, la cesta, el tren de la bruja y, ya para mayores, los autos de choque, que formaban todo el elenco de atracciones. El algodón de azúcar, las manzanas caramelizadas, unas almendras o churros y, acaso, probar la suerte en alguna de las tómbolas satisfacían todas nuestras necesidades.

Recuerdo aquel primer emplazamiento ferial en los Jardines del Salón, tan entrañable y céntrico, que posteriormente se ha ido trasladando a la Avenida del Cardenal Cisneros, hasta llegar al actual, más alejado pero también mejor acondicionado, como es el Polígono, justito enfrente del Nuevo Campo de Fútbol de La Balastera.

Y dentro de la actividad ferial no dejo de recordar las sesiones de circo, de aquellos insustituibles Hermanos Tonetti, que hicieron reír a muchos niños y jóvenes de la época, y, claro, también a sus padres. Y bueno, puestos a recordar, no puedo olvidar el viejo coso taurino, situado junto a la magnífica Plaza de Abastos, y donde un paisano, del que la canción dice que era «de Castilla la gloria», bordó faenas inolvidables. Claro que, como los recursos económicos no daban para mucho, el espectáculo era acudir a la salida de los toros, y ver las caras y oír de pasada los comentarios de los afortunados que habían disfrutado del festejo taurino.

Desde mi atalaya otoñal, permítanme que les diga que las ferias de ahora son infinitamente mejores que las de antaño y a ello contribuye en gran medida la aportación de las «Peñas», cuyo incansable entusiasmo y alegría contagiosa inunda las calles palentinas los días feriales y que merecen todo nuestro aplauso y apoyo.

Y en este breve repaso autobiográfico no puedo dejar de mostrar mi afición cuando niño por salir en las procesiones, entonces mucho más frecuentes que ahora, y mi gusto por llevar las horquillas que servían para apoyar las imágenes en las paradas, cosa que no era fácil de conseguir pues había mucha competencia. Tal vez de ahí venga mi gozo perdurable por disfrutar de la Semana Santa palentina, a la que acudo puntualmente cada año, y más ahora completamente renovada y recrecida, que es una verdadera maravilla de arte y fervor popular.

Después de todo lo dicho, quiero dejar algo muy claro. En Palencia está mi patria, mi verdadera patria, la de mi niñez y adolescencia. Donde están muchos de mis amigos de siempre, que conservo como el mejor de los regalos, muchos de mis familiares más cercanos y donde descansan para siempre mis seres más queridos. Palencia es el verdadero manantial del que surge el río de mi existencia. Manantial al que vuelvo siempre que puedo y donde con amoroso gozo cargo la mochila de mis ilusiones para ir tirando, cuando ya el recorrido de mi vida se me antoja largo pero aún inacabado.

Palencia, ¿capital de Castilla?

Pero pasemos a otras cosas. Es rica y variada la historia de Palencia, con una paleta llena de matices y colores. De ese caleidoscopio histórico he elegido una de las páginas que me ha parecido más interesante para esta ocasión, y de la que podemos también sacar una lección para el futuro: cuando la oportunidad llega hay que saber aprovecharla al máximo pues puede suceder, y de hecho sucede, que la misma no vuelva a presentarse nunca más.

Este pregón tiene un título: «Érase una vez, cuando Palencia fue capital de Castilla…». Es el típico comienzo de todos los cuentos, sólo que lo que viene a continuación no va a ser un cuento sino una página viva de la historia palentina, centrada en los años finales del siglo XIII y principios del XIV, cuando Palencia llegó a ser verdadera capital de Castilla. A primera vista puede parecer una exageración, fruto de la visión ilusionada de un medievalista que se imagina la historia palentina con los ojos soñadores de un perpetuo aprendiz. Pero la realidad es tozuda y a nada que se escarbe en su corteza sale el brillo de lo que realmente sucedió, vamos, el oro puro de los hechos irrefutables.

A fines de la Edad Media, Palencia seguía siendo una de las ciudades de la vieja Castilla más importantes, al igual que lo era su diócesis por su extensión y rentas. Con anterioridad, en el tránsito del siglo XIII al XIV, el territorio palentino fue escenario de importantes acontecimientos político-militares, pero andando el tiempo perdería ese protagonismo, mientras se fue afianzando el del territorio vallisoletano, en el que durante el siglo XV Valladolid actuó como verdadero centro neurálgico de la vida política mientras que Medina del Campo, gracias a sus famosas ferias, fue el principal centro financiero de la Corona de Castilla, aunque no sea nada desdeñable el desarrollo económico alcanzado por Palencia en la décimo quinta centuria, principalmente en lo concerniente a la actividad comercial y artesanal.

Veamos el asunto de la capitalidad. En los últimos siglos medievales la Corona de Castilla careció de una verdadera capital política, aunque parece indudable que algunas trataron de ejercer una cierta vocación capitalina, como sucedió con Burgos, Toledo, Madrid y, sobre todo, Valladolid, que en el siglo XV se convirtió en sede permanente de la Audiencia y de la Casa de las Cuentas y es el lugar donde con más frecuencia se reunieron las Cortes.

Pero centrémonos en nuestra ciudad. En la segunda mitad del siglo XIII y primeros años del XIV Palencia representó también un cierto papel capitalino, a tenor de las veces que la misma fue escenario de reuniones de Cortes, que congregaron en ella a lo más granado de la nobleza y del clero castellanos, así como a los correspondientes representantes concejiles, y que darían a la ciudad un notable brillo cortesano.

El itinerario de Alfonso X registra la presencia del monarca en Palencia entre el 2 de mayo y el 22 de junio de 1255. Durante esos días reunió en la ciudad su corte o Curia y fue aprobado el texto del Espéculo. Tal vez, no se trató de una reunión de Cortes propiamente dicha, pero no se puede dudar del carácter solemne que tuvo la asamblea palentina.

Durante la revuelta del infante don Sancho contra su padre Alfonso X, el primero convocó en Palencia para el 1 de noviembre de 1283 una reunión de la Hermandad general de los concejos, tratando de buscar una solución al conflicto que les enfrentada por el trono castellano. Unos días antes, el 16 de octubre, el infante escribió al cabildo de León para que enviara dos representantes y con «todos los otros de la tierra que fuesen ayuntados en Palencia, el día de todos los santos, primero que uiene, para catar en qual guisa sea el Rey guardado el su derecho, e a mi el mío».

En 1286 Sancho IV, siendo ya rey, volvió a reunir Cortes en Palencia. Las sesiones finalizaron el 20 de diciembre. A la reunión sólo acudieron los «omes buenos...de las villas de Castiella e de León e de Extremadura», y no consta la presencia de nobles y eclesiásticos.

Las dos reuniones de Cortes que tuvieron por escenario Palencia durante el reinado de Sancho IV acreditan el protagonismo de la ciudad a fines del siglo XIII. Tampoco hay que olvidar que, coincidiendo con buena parte de su reinado, la iglesia palentina estuvo regida por el poderoso obispo don Juan Alfonso (1274-1293), canciller de Sancho IV y su cuñado, pues era hermano de María de Molina, mujer de Sancho IV. La perfecta sintonía del monarca con el prelado redundó, todo hay que decirlo, en significativos recortes de la autonomía del concejo palentino en beneficio del señorío episcopal.

Durante la mayor parte del reinado de Fernando IV (1295-1312), el territorio palentino mantuvo un indiscutible protagonismo político y militar. La guerra civil que ocupó algo más de la primera mitad del reinado constituyó un acontecimiento de gran envergadura, y no podemos dejar de reseñar que muchos de las acciones bélicas más significativas de dicha guerra tuvieron como escenario Palencia, Palenzuela, Paredes de Nava, Dueñas, Tariego, Astudillo, Ampudia y otras muchas localidades, algunas de las cuales fueron también escenario de importantes negociaciones políticas entre el monarca y la nobleza, como sucedió con Grijota, Villamuriel de Cerrato o la misma Palencia.

De la mayor importancia fue un Ayuntamiento, a modo de Cortes, que tuvo lugar en Palencia a finales de enero de 1296, convocado por el infante don Juan que se había autoproclamado rey de León, de Galicia y de Sevilla. La reina María de Molina no pudo anular la convocatoria, pero al menos intentó que las ciudades y villas nombraran como procuradores a personas leales a la causa fernandina. En realidad la reunión de Palencia, que tuvo lugar en el convento de San Pablo, lo fue fundamentalmente de los representantes de la Hermandad general de los concejos de Castilla, cuyo peso político en estos momentos es muy evidente y que se posicionó claramente en favor de Fernando IV.

Otro acontecimiento singular tuvo lugar a finales de 1297, cuando Alfonso de la Cerda, que se llamaba rey de Castilla, y su aliado Juan Núñez de Lara, trataron de apoderarse de la ciudad, contando con la complicidad del linaje de los Corrales. El cronista fernandino nos dice cómo fue defendida la ciudad del aquel ataque, al tiempo que nos cita una de sus iglesias emblemáticas: «fue guardada por un ome que velaba en la torre de la iglesia de Sant Miguel, que los vio venir de noche allende el río, bien una legua de la villa con candelas, porque facía noche escura, que era en el mes de Noviembre, e repicó las campanas de la dicha iglesia, en tal manera que fizo levantar a todos los de la villa, e pusieron recabdo en su villa en guisa que por este ome fue guardada».

El concejo palentino no estuvo al margen de las divisiones y banderías que caracterizan la vida municipal en estos momentos, donde las oligarquías urbanas disputan por el control del gobierno de las villas. En el caso palentino el sector más poderoso mostró siempre una lealtad absoluta hacia la legitimidad representada por Fernando IV, como fue reconocido por el propio monarca en 1300 al concederle por ello una amplia exención fiscal.

Aunque no se trate de Cortes, no podemos dejar de destacar que algunos lugares próximos a Palencia y la misma capital fueron escenario de importantes reuniones nobiliarias que determinaron de forma destacada la acción de gobierno de Fernando IV, que no tuvo más remedio que plegarse a las demandas de la nobleza. La primera de ellas tuvo lugar en Grijota, en marzo de 1308, donde la nobleza obligó al monarca a hacer una renovación total de sus oficiales y privados. El principal beneficiado por los cambios fue el infante don Juan, cuya situación se haría aún más sólida tras las negociaciones que mantuvo con Fernando IV en Villamuriel de Cerrato, en marzo de 1311. Unos meses más tarde, el 28 de octubre de ese año, Fernando IV tuvo que ceder en Palencia a las presiones de la nobleza, que incluso se había planteado con el mayor sigilo la posibilidad de sustituir a Fernando IV por su hermano, el infante don Pedro. El monarca no tuvo más remedio que hacer una nueva sustitución de sus consejeros, comprometiéndose a guardar a los nobles, obispos y hombres buenos de las villas sus fueros y derechos, a «no ser contra ellos nin contra parte dellos en ningún tiempo» y a mantenerles las «heredades e las tierras e las contías de los dineros» que de él hubiesen recibido. Los nobles, una vez más, se habían impuesto a Fernando IV, asegurándose el control del poder y obteniendo nuevos cargos, posesiones y rentas.

Durante el reinado de Fernando IV fueron muchos los privilegios que obtuvo el concejo palentino. Me interesa destacar ahora algunos dirigidos a la reactivación de la actividad comercial y artesanal. El 30 de junio de 1296 el monarca castellano ordena que «por fazer bien e merced al concejo de la muy noble ciudad de Palencia….quito a todos los que son moradores en Palencia y fueren de aquí adelante, a christianos e a moros e a judíos, que non den portazgo en todos mios regnos, salvo en Toledo, en Sevilla e en Murcia». La exención del pago de portazgo facilitaba el abastecimicento de la villa y potenciaba su desarrollo comercial. En la misma fecha, Fernando IV concedió a Palencia una segunda feria franca, «que comience cada año el primero domingo de Quaresma e que dure quinze días. E todos aquellos que a esta feria vinieren e a la otra que han por San Antolín, que vengan salvos e seguros e sean quitos de portazgo». Claro que unos días más tarde Fernando IV tuvo que reconocer que los privilegios fiscales de las dos ferias deberían entenderse sin menoscabo de los derechos que sobre las mismas cobraba el obispo de la ciudad.

De especial significación en la historia palentina es el privilegio otorgado por Fernando IV el 31 de diciembre de 1297, por el que tomaba bajo su protección a los «homes buenos del menester de los texedores». Confirma también las «buenas costumbres» que tenía dicho oficio desde la época de Alfonso VIII, al tiempo que concedía a sus miembros «que no diesen portazgo en ninguno logar de todos mis reynos, salvo en Toledo e en Sevilla e en Murcia». Gracias a esta concesión los tejidos palentinos serían más competitivos, por estar exentos de portazgo, lo que vendría a estimular la producción y comercio de tales manufacturas, que tanta fama dieron a nuestra Ciudad. Resulta difícil evaluar las consecuencias que tales disposiciones pudieran tener en la economía palentina, pero al menos sirven para demostrar el interés del monarca por reactivar el tejido productivo palentino, en lo referente al comercio y a la producción artesanal.

Durante la minoría de Alfonso XI, hijo y sucesor de Fernando IV, las Cortes se reunieron dos veces en territorio palentino, una en 1313 en la propia capital y otra cuatro años más tarde en Carrión de los Condes. Alfonso XI al iniciar su reinado contaba con poco más de un año de edad, por lo que era imprescindible organizar la tutoría. Inmediatamente se constituyeron dos facciones nobiliarias, una encabezada por la reina María de Molina y por su hijo el infante don Pedro, y otra por el infante don Juan, que tratan de hacerse con la tutoría y custodia del pequeño rey. La cuestión trató de resolverse a través de las Cortes, que fueron convocadas en Palencia, para abril de 1313, y en las que se elegiría a los tutores. Unos días antes la ciudad se vio sorprendida por la presencia de una fuerza militar impresionante aportada por ambas facciones, en torno a los 12.000 combatientes, que se instalaron en el arrabal de La Puebla y en el barrio de la Morería, cercano a la iglesia de San Miguel.

Pero no sólo la nobleza estaba dividida, también los procuradores concejiles, por lo que las reuniones de Cortes tuvieron dos escenarios distintos, con su propio ordenamiento. Los nobles, obispos y procuradores concejiles partidarios del infante don Juan se reunieron en el convento de San Pablo, donde le proclamaron tutor. De la guarda y crianza del rey se encargaría su madre, la reina Constanza. Por el contrario, quienes seguían a la reina María de Molina y al infante don Pedro se reunieron en el convento de San Francisco y ellos fueron los elegidos como tutores. En esta ocasión las Cortes, más que contribuir a resolver el problema de la tutoría, lo que hicieron fue abrir la puerta a una guerra civil, que en vano trató de evitar María de Molina.

Durante varios meses estuvieron reunidas las Cortes en Carrión de los Condes, cuyo ordenamiento está fechado el 28 de marzo de 1317. En el transcurso de las mismas el infante don Juan pretendió ser elegido como único tutor, cosa que no consiguió, y se hizo por vez primera un examen detallado de la situación de la hacienda real, comprobándose la existencia de un enorme déficit. Pero acaso sea más interesante destacar que las Cortes en esta ocasión se limitaron a aprobar el cuaderno de peticiones que con anterioridad había elaborado la Hermandad general de los concejos en las reuniones que había tenido previamente en Cuéllar y en Carrión de los Condes, lo que da a estas Cortes un cierto aire revolucionario al tiempo que se constata la fuerza que tiene en estos momentos la Hermandad general.

La reunión de Cortes de Carrión de los Condes de 1317 vino a cerrar para Palencia un importante ciclo histórico, abierto desde los años de la revuelta del infante don Sancho. Son los años de la transición del siglo XIII al XIV en los que se produjo un decisivo cambio de tendencia que inicia el camino hacia la crisis bajomedieval, pero que proporcionaron al territorio palentino un protagonismo político y militar como acaso no haya tenido nunca, y a la ciudad un cierto aire capitalino aunque fuera más bien efímero.

Me interesa llamar la atención sobre una curiosa coincidencia. Estos años que tanto renombre y proyección política dieron a Palencia coinciden con la acción de gobierno de la reina María de Molina, esposa de Sancho IV, madre de Fernando IV y abuela de Alfonso XI. Esta mujer terracampina, defensora a ultranza de la legitimidad monárquica, fue una de nuestras grandes reinas medievales, si es que no fue la más grande. Si Isabel la Católica puso las bases del Estado Moderno, María de Molina consiguió en una época turbulenta mantener incólume el Estado feudal castellano-leonés durante tres reinados. Y al hilo de lo dicho, permítanme ahora una referencia explícita a las mujeres palentinas: a todas esas abuelas, madres, esposas o hijas, de siempre y de ahora, esforzadas luchadoras, en cuyos vientres germinaron las semillas de todas las generaciones. Bien se merecen todas ellas este modesto reconocimiento, para siempre acreditado por la banda de oro que pueden lucir y lucen en su pecho, y que les concediera Juan I por los méritos alcanzados en la defensa de Palencia frente a las tropas inglesas del duque de Lancaster.

A partir del triunfo de Enrique II de Trastámara y hasta el inicio del reinado de los Reyes Católicos, es decir, entre 1369 y 1474, las Cortes se reunieron con bastante regularidad pero sólo en dos ocasiones se reunieron ya en Palencia, en 1388 y en 1425, y otra vez en Palenzuela, en 1431. Estos datos contrastan con las trece reuniones que tuvieron lugar en Valladolid, las diez de Burgos, las diez de Segovia o las siete de Madrid. El protagonismo vallisoletano, especialmente en el siglo XV, se refuerza aún más si tenemos en cuenta que en su actual territorio provincial se dieron otras reuniones de Cortes, cuatro en Medina del Campo, dos en Tordesillas, dos en Olmedo y una en Cabezón. En la práctica, durante la décimoquinta centuria Valladolid llegó a funcionar como verdadera «capital del reino». Por el contrario Palencia, al menos desde el punto de vista del prestigio político, nos brinda en el mismo tiempo una cierta imagen decadente, llegando incluso a perder el voto en Cortes y toda representación del concejo o del obispo en las mismas.

Es cierto que los itinerarios reales registran de vez en cuando la presencia de los reyes en Palencia. Pero no hay que engañarse. El tren de la capitalidad de Castilla es evidente que pasó durante un cierto tiempo por Palencia, pero no se detuvo, y, en consecuencia, el sueño de ser la ciudad del Carrión capital de Castilla se desvaneció para siempre. Todavía podemos añadir una pincelada más a este nostálgico cuadro. Me refiero a un momento de gran trascendencia política y brillo cortesano como fue el otoño de 1388, cuando se reunieron Cortes en Palencia, que coincidieron con un acontecimiento singular, la boda del infante don Enrique, hijo y heredero de Juan I, con la princesa Catalina de Lancaster, nieta de Pedro I, que tuvo lugar en la Catedral, en torno al 17 de setiembre. El cronista y canciller Pedro López de Ayala no escatima elogios para Palencia en esta ocasión memorable y dice de ella que es «cibdad grande e muy abastada de viandas» y que con motivo de las bodas reales «fueron fechas muy grandes alegrías e muy grandes fiestas e muchos torneos e justas». Acaso este brillante y bien sonado acontecimiento, definitivamente, fue para Palencia el último destello de su fugaz estrella capitalina.

Un brindis por el futuro

Las hermosas palabras del canciller López de Ayala me dan pie para iniciar la última parte de este pregón literario que pretendo tenga un tono de moderado optimismo, aunque parece que ahora no estamos en tiempo de grandes alegrías. Desde luego no voy a hacer un análisis pormenorizado de la situación económica actual, ni abrumarles con cifras ni estadísticas, por otra parte bien conocidas y sufridas por todos en mayor o menor medida. Las crisis económicas son una sombra inevitable en la evolución de la Humanidad, como ya nos anticipa la Biblia, pero de todas se ha salido con esfuerzo y con ilusión. Y puede no estar de más traer a la memoria las palabras que escribiera Santa Teresa de Jesús en 1580, en su «Libro de las Fundaciones», cuando manifiesta su alegría por la fundación hecha en nuestra ciudad y nos hace el más granado elogio: «mas toda la gente es de la mejor masa y nobleza que yo he visto». Si somos así no podemos caer en el desaliento por muy grandes que sean las dificultades a vencer ahora. No queda más remedio que luchar con denodado empeño para salir de una crisis motivada por determinados comportamientos abusivos, consecuencia de una deriva indeseable del sistema capitalista que ha originado una sociedad impregnada de excesivo materialismo y carente en buena medida de auténticos valores morales. Se hace necesario dar un giro en las mentalidades actuales, mientras tratamos de conseguir un modelo humano más íntegro y cabal.

Ante un momento de dificultades a nada conduce el pesimismo. Tenemos una historia rica y brillante, que pregonan los blasones de las viejas casas y palacios, a la que no podemos renunciar y de la que debemos estar orgullosos. Pero ahora lo que toca, como dice un admirado poeta palentino, es tratar de levantar «una patria buscando pan alegre para todos los hijos que pariera». Todos debemos empujar en la construcción de una nueva Palencia, más dinámica y creadora de riqueza, contando con el aliento de todas las instituciones y partidos políticos. Palencia tiene muy importantes recursos agropecuarios con los que alimentar una poderosa industria transformadora, y en algunos sectores concretos ocupamos ya un destacado nivel que habrá que potenciar. Debemos promover el desarrollo industrial con el mayor empeño posible. Así nos lo recordaba ya en 1874 Ricardo Becerro de Bengoa, vitoriano afincado en Palencia, que insistía en la necesidad de potenciar el desarrollo industrial de La Puebla, en clara alusión a la tradición textil. Y ahora, desgraciadamente, nada se conserva de todo aquello que tan buen nombre dio a Palencia en los siglos pasados. La reactivación de viejas industrias y la creación de otras nuevas darán a los palentinos vida, alegría, honra y prosperidad. Y en este sentido creador no podemos olvidar la poderosa industria del turismo, para la que Palencia tiene los más hermosos ingredientes paisajísticos, monumentales y gastronómicos que es necesario rentabilizar, pues son fuente inagotable de nuevos recursos económicos. Todo ello nos invita a ser luchadores y optimistas ante el futuro. Nuevas metas lograremos con trabajo y esfuerzo y lo así conseguido será doblemente disfrutado.

Creo que es llegado el momento de terminar este pregón de las Fiestas de San Antolín de 2013. Concebido en principio como un cuento, aunque no sea tal, como los cuentos que a mí me gustan debe tener un final, que dentro de mis convicciones no puede ser más que feliz, muy feliz y esperanzador. Tomemos las fiestas con el mejor sentido lúdico y disfrutemos de ellas. Hagamos de la calle el escenario de un inmenso gozo colectivo. Abramos el corazón y nuestros brazos acogedores hacia todos los que nos visitan, muy especialmente a todos esos palentinos de la diáspora que forman, formamos, una Palencia ensoñadora y añorante. Y abramos también nuestra cartera, aunque ande un poco arrugada, para que al menos por unos días tengamos la sensación de vivir un tiempo nuevo preñado de ilusiones que persigue un futuro mejor que debemos construir entre todos. Y háganme caso, por favor, más que si se tratara de un precepto bíblico: al menos por unos días sean muy, pero que MUY FELICES.

Y ahora griten conmigo: ¡VIVA SAN ANTOLÍN¡ ¡VIVA PALENCIA¡ Muchas gracias.