Óscar del Hoyo

LA RAYUELA

Óscar del Hoyo

Periodista. Director de Servicios de Prensa Comunes (SPC) y Revista Osaca


Apocalipsis

12/02/2023

Noche cerrada. La mayoría de la población duerme. Son las 4,15 de la mañana y la quietud y el silencio se ven interrumpidos por un temblor inesperado, desmedido, que mueve el suelo de una forma tan radical que por momentos parece que va a abrirse. Dos minutos interminables en los que los edificios se tambalean y muchos comienzan a caer. Gigantes de cemento y hormigón que se desploman igual que lo hace un castillo de naipes. El panorama es desolador. Una densa capa de polvo sobrevuela el ambiente y voluminosas columnas de humo negro se elevan al cielo, dejando un paisaje apocalíptico, devastado. Algunos de los inmuebles que en un primer momento aguantan las brutales sacudidas se desmoronan con una facilidad increíble, de la misma forma que cuando se provoca una demolición programada.
El caos y la angustia se apoderan de los habitantes de localidades turcas y sirias que comienzan a buscar a supervivientes entre las montañas de escombros y que, sólo unas horas después, ya con las primeras luces del día, se ven sorprendidos de nuevo por otro seísmo. Lo poco que queda en algunas zonas se viene abajo. La proporción de la catástrofe es descomunal, inimaginable. La fragilidad humana es patente. Los terremotos son de tal magnitud que los científicos los equiparan con la potencia de 500 bombas atómicas.
Los rescates son contra reloj. Entre la maraña de cascotes amontonados, los bomberos se afanan por encontrar supervivientes. El tiempo corre en su contra. Las tareas son complicadas. Las máquinas van despejando zonas calientes y el sonido de un silbato es la señal que anuncia la posibilidad de que en ese punto haya gente atrapada aún con vida. Algunos milagros se suceden, como el de una niña turca que protege con su cuerpo a su hermana pequeña, a la que acaricia la cabeza. Llevan 26 horas bajo los restos de lo que fue su hogar y, con la inocencia en sus ojos, le comenta a su salvador que si les consigue sacar de ese claustrofóbico agujero serán amigos para siempre. También hay un sinfín de tragedias. El rostro descompuesto de Mesut Hancer que, todavía en estado de shock, permanece solo, en la nada, rodeado por los escombros de un edificio y ataviado con una cazadora naranja fluorescente, sujetando sin descanso por una pequeña grieta la mano de su hija Irmak, de 15 años, ya fallecida.
Los dos fuertes terremotos que han sacudido Turquía y Siria, de 7,8 y 7,5 en la escala de Richter, se han convertido en la mayor tragedia sufrida en la zona desde el sismo acaecido en 1939 en Erzican. La combinación de la intensidad, su profundidad -se situó sólo a 18 kilómetros-, la localización geográfica, el tipo de falla que lo provocó, su longitud o la potencia de las réplicas incrementaron exponencialmente el alcance de la catástrofe. Este enclave es uno de los sísmicamente más activos del mundo, como consecuencia del contacto que se produce entre la placa tectónica de Anatolia con la Arábiga. En 1999 se registró otro terremoto que provocó cerca de 17.000 muertos, siendo de menor virulencia los de 2011 -cerca de un millar de fallecidos- y el que tuvo lugar hace algo menos de tres años.
Los expertos coinciden en que la fricción entre placas va a provocar mayor número de seísmos en el futuro, que serán también de más intensidad. En este sentido, Turquía había implantado una nueva normativa para la construcción de edificios para que fuesen más resistentes ante estos fenómenos, pero parece que la ausencia de revisiones y el elevado coste que supone su implantación provocan que en muchas ocasiones no se ejecuten cómo se debería. Países como Japón y Chile están mucho mejor preparados para soportar este tipo de desastres naturales.
Si Turquía se ha llevado la peor parte en cuanto a número de vidas, en Siria, sobre todo en zonas opositoras al régimen de Bachar Al Asad donde, por desgracia, la ayuda llega a cuentagotas, llueve sobre mojado. A la catástrofe que supone la cruenta guerra que azota al país desde hace más de una década, con férreas sanciones impuestas desde Occidente que acaban pagando los más vulnerables, se suman ahora las consecuencias devastadoras de los terremotos, que en ciudades como Alepo, están siendo tremendas, con cortes constantes de luz, temperaturas gélidas y escasez de combustible para poder mover la maquinaria que ayuda a buscar personas con vida -el promedio de supervivencia en este tipo de desastres se sitúa entre tres y siete días-, lo que ha agrandado un drama humanitario sin precedentes.
Los terremotos han desencadenado una cascada de solidaridad encomiable. Más de un centenar de Estados, asociaciones y organismos se han movilizado para tratar de ayudar en las labores de rescate y dar apoyo con víveres y suministros a los supervivientes. Son decenas de miles las personas que se han quedado sin nada, que han perdido lo poco que tenían, y que deberán afrontar un futuro lleno de incertidumbre en los próximos años cuando el foco mediático se aleje y muchos se olviden de una tragedia que permanecerá viva.  
 

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