La pérdida de recursos de futuro

Fco. Javier de la Cruz
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La historia de la provincia evidencia la destrucción de su patrimonio industrial. La sociedad no ha sido capaz de asegurar su permanencia

La pérdida de recursos de futuro

Era algo sabido, pero no por ello menos doloroso. Sobre todo, cuando las imágenes de la voladura de las torres de refrigeración de la central térmica de Velilla se hicieron virales, inundando las redes sociales y las mensajerías de nuestros móviles.

Este suceso, en su sentido genérico, no es nuevo. De hecho, igual que se puede narrar una historia de la evolución industrial de Palencia, se podría contar la historia de la pérdida de las instalaciones industriales, lo que, en términos históricos y culturales, supone destrucción de patrimonio industrial. De momento, nos conformaremos con un esbozo de ese proceso de pérdida.

La ciudad de Palencia guarda en la memoria su relación con la lana. Algunas personas aún recuerdan el dicho de Palencia al cielo un paso y yo con mi manta por si acaso, en referencia a nuestra condición de principal núcleo de producción mantera en España. El conocido como barrio de La Puebla era el epicentro de la industria textil. En sus calles y corrales albergaba cientos de pequeños talleres, en muchos casos compuestos de un solo telar y varios enseres para cardar e hilar la lana. Su fama hizo que lo visitasen reyes como Fernando VII y destacadas personalidades. Hoy en día, no queda ni rastro de aquella actividad, y tampoco de los tintes, algunos de grandes dimensiones, como el de Maldonado.

Su desaparición vino de la mano del proceso de industrialización y del capitalismo, que impulsaron la creación de grandes empresas textiles que, poco a poco, fueron arrinconando a esos talleres. Entre 1850 y 1900, como bien puso de manifiesto el profesor García Colmenares, se pasó del sistema artesanal y gremial al industrial. De aquellas industrias que acabaron con los talleres artesanales, dos sobrevivieron hasta casi 1990. La de David Rodríguez Vicario, ubicada a la altura de la calle Batán de San Sebastián, y la de Demetrio Casañé, localizada en la calle que lleva su apellido, entre las actuales avenidas de Manuel Rivera y Casado del Alisal. Ambas han desaparecido sin dejar más huella que la documental y gráfica. Tampoco ha sobrevivido el último espacio donde la familia Casañé intentó continuar su labor. Convertido en la actualidad en centro deportivo, de su actividad inicial sólo queda el nombre: La Lanera.

Esta pérdida, sin embargo, no era irremediable. Una visita a la localidad de Val de San Lorenzo (León) nos permitirá contemplar algunos telares del siglo XVII, además del batán público y, al menos, un par de industrias textiles con maquinaria de principios del siglo XX. Todo ello en activo, fabricando y vendiendo su producción, además de ser un elemento de atracción turística junto a su espacio museístico. Por cierto, una de las cosas que se aprende en su museo, es que allí se produjo el primer caso de espionaje industrial documentado en España, al apropiarse los lugareños de las técnicas de cardado palentinas (y del tipo de cardo usado). Ellos han conservado lo que nosotros perdimos y lo han puesto en valor.

 

Evolución. Por cuestiones profesionales tuve la fortuna de pasar una semana en Irlanda, concretamente en la ciudad de Galway. Allí han conseguido hacer de la lana un producto estrella que identifica a la zona, y que se vende tanto a los propios irlandeses como a los turistas. Me llamó la atención la enorme cantidad de tiendas de lana que vendían todo tipo de prendas de vestir de este material, además de los consabidos gorros y bufandas. En nuestra ciudad, no ha habido una evolución semejante, imposibilitada por la pérdida de la industria lanera.

Pero la de la lana no es la única industria que ha desaparecido sin dejar rastro. En la calle Mayor, en el actual edificio de Modas Cres, estuvo ubicada la fábrica de chocolates de Tadeo Ortiz. La fama de su chocolate se extendía por toda España y sus productos se vendían también en Europa y América. Ganadora de varios premios, su prestigio la convirtió en lugar de visitas de autoridades y personajes públicos, así como de excursiones escolares y militares de finales del XIX y principios del XX. Desapareció a finales de los 30 y con ella toda su maquinaria. No era la única fábrica de chocolate en la capital palentina. Estaban también La Campesina, de los hermanos Ausín; La Industrial Palentina, de Mariano Quijada; o La Castellana, de Hermógenes Sendino; además de las de Narciso Cerrato, Juan Díez, Santiago López, Anacleto del Muro, Valentín Pastor, Agapito Quemada, etc. De ninguna de ellas hemos mantenido ni edificios ni maquinaria.

Sin embargo, un paseo por Astorga nos llevará al Museo del Chocolate, donde se conserva parte de la actividad chocolatera de esa ciudad, que lo ha convertido también en seña de identidad. De hecho, el chocolate astorgano se vende como chocolate tradicional y de calidad. Por cierto, en ese museo encontramos trazos de la actividad palentina, como un cartel de la fábrica de Tadeo Ortiz.

Otra industria característica de Palencia ha sido la harinera. De ella nos quedan algunos vestigios, no sólo en la ciudad, sino también en los pueblos de la provincia. Aunque algunos, como los de Grijota, o el enclave de Viñalta que albergó harinera, fábrica de yesos y de embocar vinos, amenazan ruina. Algunas de las harineras que sobreviven lo han hecho reconvertidas en minicentrales eléctricas conservándose, únicamente, el edificio que alberga los ingenios para convertir los saltos de agua en electricidad. De su antigua actividad harinera no queda ni rastro.  Mientras en Mayorga de Campos han creado un museo del pan, en Palencia hemos perdido todo rastro de aquella actividad, a la vez que intentamos convertir la fabiola palentina en producto referente. Por suerte algunas harineras se conservan y nos dan muestra de su potencial, como el restaurante abierto en Abarca de Campos, donde se mantiene la maquinaria, o la harinera de Medina de Rioseco junto a la dársena, pero son excepciones.

En la ciudad, apenas nos quedan indicios de aquel pasado. Además de Viñalta, está el edificio de las Once Paradas, y unos restos de la fábrica de La Julia, en el paseo de su nombre, cubiertos por la maleza del río. Sobre la necesidad de recuperar, mantener y poner en valor este patrimonio industrial ya llamó en su día la atención el mejor conocedor de la industria harinera, el profesor Moreno Lázaro, una referencia en el estudio y conocimiento de esta industria y de su papel en la economía regional y sus vínculos con la élite económica y política.

Otro sector de relevancia, relacionado con la alimentación en nuestra provincia, es la industria azucarera. ¡Quién no recuerda las grandes azucareras de Venta de Baños y Monzón! Hoy son un mero recuerdo, salvo por la pervivencia de algunas casas de trabajadores en Monzón y los escombros de antiguas edificaciones todavía visibles en Venta de Baños. De aquel pasado azucarero sobrevive el edificio de la Azucarera Palentina (poco antes de llegar a Los Olmillos), quizás por haber sido diseñado por Jerónimo Arroyo, aunque su estado deja mucho que desear. Sería un espacio magnífico si se conservase la maquinaria, y funcionase, para convertirlo en museo, no sólo de una actividad industrial, sino de un período de la historia en el que la industria mezclaba lo manual con lo mecánico, y prescindía de la automatización y robotización actual.

 

Otras industrias. Otras muchas fueron las industrias alimentarias existentes en la ciudad, como fábricas de gaseosas, pastas, cafés, dulces y alcoholeras, destinadas a la destilación de alcoholes. De todo aquel pasado sólo nos queda el actual edificio de la Alcoholera en la avenida de Cuba, que ha sobrevivido a varios vaivenes, aunque de su antigua actividad el único rastro visible sea la chimenea.

Y chimeneas son, precisamente, los únicos restos de otras industrias desaparecidas: la Electrólisis y la Tejera. Esta última se fundó en 1880 y cerró en 1988. Un año después se subastó cambiando de propietario. En aquel momento la fábrica mantenía intactas las instalaciones y toda la maquinaria, incluidos los raíles y vagonetas que traían la arcilla desde los Barredos. ¡Hoy no queda nada! Tan sólo las torres y cuatro paredes de lo que fue en su día un horno continuo que aspira a convertirse en centro de congresos. Si queremos hacernos una idea de cómo era una tejera, podemos acercarnos a Santa María de Huerta (Soria), donde existieron varias tejerías y han recuperado parte de la maquinaria creando un pequeño museo al aire libre.

Tampoco ha quedado ni rastro de la industria metalúrgica, ni de los iniciales talleres de Petrement, que alumbraron el desaparecido templete, la parte metálica de la plaza de abastos o los respaldos de hierro de los bancos de piedra del Salón. Tampoco las iniciativas posteriores, como la de Talleres Palencia o la mencionada Electrólisis. Pero no todo son pérdidas que se produjeron en el pasado. Bien reciente es la desaparición del taller de Datoli. Ubicado en la calle Gil de Fuentes estaba dedicado a la calderería y cerrajería. La última vez que pude ver su interior, conservaba todas sus herramientas y maquinaria, como si se hubiese quedado congelado antes de 1950. Desconozco qué ha ocurrido en su interior y qué ha pasado con los tesoros que albergaba, si es que aún existían.

 

Campanera. Otra industria desaparecida se encontraba frente a la actual estación de ferrocarril, en la zona conocida como La Campanera, nombre que hace referencia a la fábrica de relojes y campanas ubicada en torno a los paseos de Victorio Macho y del Otero. La fábrica, propiedad de Moisés Díez, gozaba de gran prestigio y reconocimiento. Hoy en día todavía se pueden encontrar varios de sus relojes en iglesias de la provincia de Palencia y en la propia catedral. Algunas de las campanas que fabricó siguen sonando en ciudades como Zamora y Toledo y en algunos países latinoamericanos. Moisés Díez falleció en 1929 sin descendencia y la fábrica, en manos de su mujer y los obreros, terminó desapareciendo. Sólo las creaciones de aquella empresa nos han llegado a la actualidad. En la cercana villa de Urueña cuentan con un pequeño museo de campanas, como parte del espacio museístico de Joaquín Díaz, donde también aparece algún reloj de Moisés Díez.

Hoy en día, casi nadie sospecha que en la plaza de los Carmelitas existió un taller de organería, uno de los más afamados y de mayor prestigio de finales del siglo XIX y principios del siglo XX. Era propiedad de la familia Otorel, en cuyo seno destacaba Doroteo Otorel, restaurador de un gran número de órganos en la provincia. El inventario de los órganos de la provincia de Palencia, elaborado por la Asociación Cultural Tadeo Ortega, recoge algunas de sus intervenciones. Pero, además de restaurar, Doroteo Otorel construía órganos, muchos de los cuales se enviaron a Filipinas. En nuestra ciudad construyó el de la parroquia de Santa Marina. La reforma de la plaza de los Carmelitas se llevó por delante todo el taller, que aun contenía la totalidad de las herramientas y materiales. ¡Qué buen complemento al importante patrimonio organístico de nuestra provincia sería contar hoy con aquel taller, con sus herramientas y enseres, aunque fuese ubicado en otro espacio!

Y la lista podría ser infinita. Más recientemente podemos mencionar la imprenta de Diario Palentino, que albergaba máquinas que hoy harían la delicia de cualquier visitante. Ni rastro tampoco de las otras imprentas que hubo en la ciudad. Hoy en día que lo digital se impone, poder ver cómo era una rotativa de principios del siglo XX sería todo un lujo, aunque siempre te puedes acercar a Valderas (León) a ver una en perfecto funcionamiento. Tampoco queda nada de la antigua Yutera, salvo parte de sus edificios, hoy reconvertidos en campus universitario, irreconocible cualquier uso anterior.

 

Responsabilidad. La responsabilidad de todas estas pérdidas no es sólo institucional, sino también de los propietarios de esas industrias y de la ciudadanía, que no hemos sido capaces de asegurar su permanencia, no sólo de los edificios y el terreno que ocupaban, sino, sobre todo, de su interior, de su maquinaria y útiles y de sus procesos productivos, que en ocasiones es lo realmente importante. Y tampoco hemos sido capaces de mantener la actividad de esas industrias, en aquellos casos que fuese posible, como producción de calidad, adaptándola a los nuevos gustos (lana, chocolate, pan, imprenta…).

Y es que nos cuesta ver en lo viejo, una oportunidad. En el lapso en el que las cosas, espacios y actividades pasan de ser viejas a ser antiguas, se pierde mucho presente, pero también mucho futuro. ¿De cuánto nos hemos desprendido en nuestras casas y familias por ser viejo, y hoy lo consideraríamos algo valioso y atractivo? ¿Cuántos objetos que tiramos hoy echamos de menos o rememoramos con cariño? No culpemos sólo a los demás, a las instituciones, a los propietarios. Estas pérdidas son responsabilidad colectiva y una dinámica asentada en nuestra vida cotidiana.

Pero quiero aprovechar este artículo para llamar la atención, también, sobre otra pérdida patrimonial que ya está, silenciosa y lentamente, instalada en la ciudad: la desaparición de los comercios locales tradicionales, algunos con tanto sabor e historia como Bustillo, por citar uno de los más emblemáticos. La calle Mayor ha perdido su identidad bajo el desarrollo de franquicias y grandes cadenas que modelan la ciudad a su antojo, abandonándola llegado el momento. Mantener los comercios históricos locales y ayudarlos a que conserven su fisonomía y su actividad supondría un revulsivo y un atractivo para que la calle Mayor se consolide como un espacio turístico y comercial de relevancia, además de generar empleos y vida.

Ojalá que el impacto visual que nos ha producido el derribo de la torre de la térmica de Velilla, referencia con la que empezaba este artículo, nos sirva de reflexión sobre estas pérdidas de presente y de futuro.