Antonio Álamo

Antonio Álamo


Sacudidas

24/02/2022

Uno de los vocablos que pueden servir para explicar lo sucedido recientemente en el Partido Popular es terremoto, quizás porque resulta ilustrativo desde el instante en que el conflicto entre algunos de sus principales dirigentes ha logrado que se estremezcan los cimientos de la organización de la misma forma que lo hacen los edificios cuando la tierra se mueve más de lo acostumbrado. En casos así lo que a simple vista se cataloga como drama y se amplifica en los medios de comunicación -reflejándolo con mejor o peor suerte y no siempre con la distancia aconsejable- no parece que lo sea. Más que nada porque no pasa de tratarse de un problema político, de una organización y de sus líderes, que, en vez de resolverse en privado, se ha aireado convenientemente. Por lo demás, guste o no, episodios como este son inevitables y frecuentes en cualquier estructura social. Y un partido político lo es.
De esta historia, como en los terremotos, trasciende lo que más atrae a la opinión pública -cifras con víctimas e imágenes del destrozo, por regla general- aunque afortunadamente, los daños colaterales tienen –por irónico que parezca- la suerte de quedar al margen ya que no merecen la atención, tal vez por resultar insondables para una sociedad a la que solo parece interesarle el espectáculo. Y ahí, entre ese tipo de daños colaterales, pueden incluirse los de los allegados más directos de los perdedores, para quienes lo que presencian seguramente lo consideren un mal sueño. En cualquier caso, la gestión de este episodio corrobora la tesis de quienes sostienen que el vocablo macarra no está bien definido en el diccionario de la RAE y debería ser actualizado. Los de antes, hay quien da fe de ello, poseían códigos de honor.
Por lo demás, el terremoto de Génova no es nada comparado con el registrado en la zona oriental de Ucrania. Entre otras razones porque el de aquí lo resolverá mejor o peor la organización que lo ha sufrido. Por la cuenta que le trae. El otro, sin embargo, el producido en el Este europeo, es de una envergadura descomunal, entre otras razones porque altera el orden internacional surgido tras la II Guerra Mundial y eso sí que afecta a los que viven allí y a los que vivimos un poco más lejos.