Y si en la inmediatamente anterior quincenal analizábamos el socavón económico que pueden ocasionar las roturas en un local de hostelería si no se precisan los cuidados pertinentes en vajillas, cámaras, aires acondicionados y demás útiles susceptibles de pasar a mejor vida por los desmanes en su manejo, imaginen ahora un queso mal enfilmado que se echa a perder casi entero; una botella de ese vino menos usual que se descorcha para una copa y queda en el más absoluto de los olvidos en las catacumbas de la cava y no sirve más que para regar los tiestos a los pocos días; aquel rodaballo salvaje de ocho raciones que por un desafortunado despiece resulta masacrado y queda reducido a cuatro platillos; o ese jamón de bellota 100% ibérico, cortado a mano, sí, pero con hacha, no con cuchillo, y destrozado sin piedades ni misericordias reduciendo a cuarto y mitad el número de dosis porcinas a degustar. Rectifico, a vender. Si voy a la cocina y echo un ojo a mi frigorífico, lo más probable es que el potosí gastronómico a descubrir no pase de medio limón hecho polvo más seco que la mojama, dos o tres yogures de diferentes añadas que se han atrincherado al fondo de una balda, el culín de una botella de vino de hace tres navidades o un sobre de jamón york abierto con las lonchas supervivientes supermuertas y sus bordes, ya oscurecidos y de dudosa salubridad, más duros que Bond, James Bond… pero aquí la pérdida, siéndolo, tampoco es que sea mucha… que lo es, repito, y sangra tirar comida en cualquiera de los casos, pero si multiplicamos los días del calendario en un negocio hostelero por cada una de esas mermas, caducidades o destrozos que engrosan los archivos de lo que nunca más se supo, le damos otra pala al enterrador de garitos para cavar más profundo el hoyo sin ningún cabo que sirva para salir de él y lo más probable es que sepulten la llave del negocio junto al propietario. Si trasladamos el asunto al extremo contrario, en los aprovechamientos y el cuidado pulcro de los productos que manipulamos puede residir uno de los botes salvavidas que nos alejen del naufragio y nos lleve a un buen puerto, que no es más que la buena marcha del negocio y la pervivencia de las nóminas, los pagos, la satisfacción del cliente y, en el mejor de los casos, el beneficio.