Editorial

Los crímenes de odio obligan a una respuesta política unánime

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La actualidad continúa marcada por distintas manifestaciones de odio que detonan una respuesta social poliédrica. No son casos homologables ni por su gravedad ni por su trascendencia, pero sí tienen algo en común: enraízan en la inquina hacia el que piensa o siente diferente. El pasaje más grave es el vivido en Algeciras en un episodio al parecer aislado de terrorismo islamista, o al menos como tal se está investigando. 

El ataque que le ha costado la vida a una persona y heridas, en algún caso de mucha gravedad, a otras cuatro, parece obra de un individuo radicalizado y con problemas mentales. Poco cabe analizar de su conducta, que se define sola. Sí, es más preocupante comprobar, una vez más, cómo se instrumentaliza un hecho trágico para tratar de legitimar posiciones ideológicas. Ante un crimen tan salvaje, la ciudadanía necesita ver unidad de actuación y reacción entre sus dirigentes, que ahora parecen centrados en por qué no se había ejecutado la orden de expulsión del criminal o en la amenaza del choque cultural. Eso, a su debido tiempo.

Genera una tremenda inquietud, sí, pero el crimen existe sin necesidad de tener una inspiración ideológica. Es más, resulta contradictorio buscar cualquier tipo de razonamiento a hechos que se escapan a la razón. Los asesinos lo son porque matan, así crean, que lo hacen en el nombre de su dios, de un abyecto sentimiento de propiedad -caso de la violencia machista-, de la defensa de una patria inexistente o de una terrible carencia de empatía y respeto por la vida y los derechos ajenos. No hay razón detrás de la maldad. Llevar estos sucesos al cenagal político no contribuye a mejorar las defensas. Colaborar, sí. 

Más ejemplar ha sido la reacción de un ámbito tan pasional, y desde luego mucho menos trascendente, como el del fútbol. Ante una repugnante manifestación racista que puede ser obra de un grupo organizado o de cualquier borrego indocto, tanto los clubes 'afectados' como el resto de las organizaciones con voz en la plaza han unido el mensaje y censurado con toda contundencia cualquier atisbo de legitimación de unos hechos tremendos en sí mismos, pero mucho más preocupantes por el perfil del público que observa. Niños, en muchos casos.

Cada vez que un criminal, un delincuente o un imbécil de guardia convierte su conducta en noticia y logra excitar pasiones encontradas entre quienes tienen la obligación inexcusable de dar ejemplo, ganan los malos. Ellos acabarán, en el mejor de los casos, en prisión, pero su fechoría habrá provocado otro enfrentamiento ideológico entre quienes siguen siendo incapaces de entender que frente a la maldad solo hay un partido: el de la decencia.