Sus recuerdos de infancia en Cubillas de Cerrato, donde nació en 1941, son gratos. Eran muchos niños y se pasaban horas jugando en la calle. «Era lo más natural; ahora, pasado tanto tiempo, veo que era la felicidad». A los ratos diarios de juegos compartidos, al salir de la escuela, se sumaban momentos especiales que, pese a repetirse cada año, siempre tenían un matiz festivo para los más pequeños. «Recuerdo que en la matanza se juntaba toda la familia y ese día  no tenía que ir a clase; los niños hacíamos los recados que nos mandaban, llevábamos viandas de una casa a otra y recibíamos algún regalo. Además esperábamos como agua de mayo la zambomba, que era la vejiga del cerdo, para usarla como si fuera un globo».

Algo parecido sucedía con la vendimia, llevando cestos de uvas a los carros y tratando de hacer lagarejos a las chicas; y, en pleno verano, cuando llevaba la comida a los segadores en el páramo y jugaba en el trillo a dar vueltas con las mulas. «Me gustaba enredar y hacer pillerías; un día me rebané la mitad de la yema de un dedo al meterlo en la máquina de beldar y otra vez, jugando alrededor del transformador, recibí una pedrada en la frente que me dejó inconsciente unos segundos», comenta.

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