Entre castigos y picaresca

Fernando Pastor
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En el cuartel realizó un cursillo de trasmisiones, aprendiendo el código morse

Entre castigos y picaresca

A Justo Ortega, de Castronuevo de Esgueva, le tocó realizar el servicio militar en Gijón. En numerosas ocasiones fue objeto de castigos tan impropios como su habilidad para sortearlos.


En una ocasión estando haciendo instrucción se le cayó un botón de la hombrera y lo guardó en el bolso. El cabo le preguntó por el botón y aunque dijo que en cuanto llegara al campamento lo cosería, el cabo le replicó indicando que donde iba a ir era al carrusel, término con el que designaban a quedarse en el patio del cuartel haciendo una instrucción muy dura durante las dos horas que el resto de soldados tenía de paseo. Para asegurar el castigo, el cabo le preguntó su nombre y lo apuntó en una libreta, pero Justo dio un nombre falso, aprovechando que el cabo no era de su compañía y no le conocía. 


En la compañía Justo se preparó para salir de paseo como si nada. El cabo llegó y comenzó a llamar a voz en grito al nombre falso que tenia apuntado. Nadie se daba por aludido, por lo que se adentró a ver si lo veía, pero Justo salió resguardado por un muro que había en el centro de la compañía.

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De nuevo haciendo instrucción el teniente indicó descanso y Justo se puso a hablar con un compañero. El teniente montó en cólera porque para poder hablar con los compañeros tenía que haber dicho descanso a discreción, no solo descanso. El castigo impuesto esta vez fue cortarse el pelo al 2. Justo se lo contó a otro teniente con el que tenía mucha confianza y le dispensó de semejante corte de pelo, pero de lo que no se libró fue de que en las siguientes instrucciones en cada descanso debía ponerse firme y recibir frases humillantes.


Las salidas de paseo también tenían su peligro de castigo. Un sargento se colocaba en la puerta supervisando que los soldados salieran limpios y arreglados. Tener el tacón de un zapato un poco sucio le costó a Justo recibir un palo en el culo y quedarse sin paseo.


Otro día el castigo se lo ganó en el propio paseo. Iba con otro compañero y pasaron por la puerta de un bar en el que estaba un capitán que les vio desde el interior. El compañero de Justo le vio a tiempo de hacerle el saludo debido pero Justo no lo vio. El capitán salió enfurecido a reprocharle no haberle saludado y aunque Justo se excusó indicando que no lo había visto fue castigado a dormir en prevención. Pero el capitán olvidó preguntarle el nombre y la compañía y no hubo forma de que luego supiera quien era, por lo que volvió a librarse.


No se libró de dormir en prevención sin embargo cuando un sargento le vio levantado en horas de estar durmiendo. Había recibido permiso de un teniente para ir al cine, pero al sargento no le gustó que le hubiera puenteado al pedir el permiso. En prevención tenía que dormir en el suelo con una manta, pero como había soldados de guardia ocupó sus camas (cuando regresaba de la guardia el soldado cuya cama ocupaba se iba a otra).


Harto de tanto toque de corneta en el cuartel, aprovechó que solicitaron voluntarios para salir y se apuntó sin saber dónde les llevaban. Recogió todas sus pertenencias y el destino desconocido era el polvorín de Santa Catalina. La estancia allí fue un infierno: bromas pesadas, guardias interminables, obligación de cavar el huerto de los artilleros, limpiar detrás del barracón con cualquier excusa, etc. Tan harto estaba que amenazó a un cabo con una azuela y finalmente la blandió contra él pero no le dio porque el cabo lo esquivó. «Esto ha sido un aviso», le espetó Justo.

Prácticas de tiro.

En las prácticas de tiro a los que disparaban bien les daban un fusil ametralladora que pesaba el doble que el Mauser que llevaban de inicio. Por eso Justo se lamentó de  no haber disparado mal a posta para que no le cargaran con semejante peso.
Sus padres le escribieron una carta en la que le indicaban que le metían en sobre 5 pesetas. Pero en el sobre no estaba ese dinero. Mucho después se enteró de que en el regimiento había un policía secreta que abría y leía las cartas de los reclutas antes de dárselas para saber de qué pie cojeaban y si había motivo para vigilarlos.


En el cuartel realizó un cursillo de transmisiones, aprendiendo el código morse. Cuando realizaban marchas largas recibía mensajes de punto y raya por señales de luz y de sonido y las transcribía en un papel. Por ello en su compañía hubo una placa con la inscripción "Primer telefonista, Justo Ortega", aunque lo que es propiamente un teléfono, jamás cogió uno en la mili.


Cuando tenía permisos iba en tren hasta Valladolid y desde allí a pie hasta su pueblo. Lo mismo cuando se licenció, el 17 de julio de 1952, en la jornada de ayer hizo 70 años), aunque esta vez sin tener que regresar.

ARCHIVADO EN: Gijón, Guardo, Valladolid