Juanito el pastor y sus vicisitudes en Castronuevo

Fernando Pastor
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En el oficio de pastor había dos palabras propias del argot: ajustar y suerte

Juanito el pastor y sus vicisitudes en Castronuevo

En el oficio de pastor había dos palabras propias del argot: ajustar y suerte.


Por ajustar se entendía el (con)trato que los propietarios del ganado hacían con los pastores que trabajaban para ellos, estableciendo las condiciones que regirían durante el siguiente año el trabajo del pastor por cuenta ajena. Se ajustaba a finales de junio, por San Pedro, y servía hasta el siguiente San Pedro. 


La negociación se llamaba  echar la robla, y si llegaban a un acuerdo el trato se celebraba con una comida. En general la relación entre propietarios y pastores era muy cordial; los primeros obsequiaban a los segundos con frutas, legumbres, productos de la matanza, azumbres de vino, etc., en fiestas señaladas, principalmente en Navidad. Los pastores cantaban villancicos (que trasmitían oralmente de generación en generación) y los Reyes a la puerta de la casa de los propietarios, y les pedían el aguinaldo cantando.


Si llegado San Pedro un pastor no continuaba con el mismo propietario, se iba a otro lugar. Eso es lo que ocurrió en los años 40 con un pastor al que llamaban Calatrava. Finalizado su trabajo en Valbuena de Pisuerga, metió todas sus pertenencias (muebles, enseres… incluso las gallinas) y a sus hijos en un carro de varas tirado por una mula y se encaminó a su nuevo destino, Magaz. Tanto peso dificultaba el caminar de la mula, y en una subida provocó que reculara hasta caer por un terraplén de 30 metros, yendo a parar al río. 


Por otro lado estaban las suertes, nombre que hacía referencia al sorteo de los pastos comunales del monte entre los pastores del pueblo. Por extensión, la palabra suerte pasó a significar la parcela concreta que a cada uno le hubiese correspondido, y que se renovaban cada año. Cuando había menos parcelas que rebaños, varios rebaños tenían que compartir la misma suerte.

 

Castronuevo de Esgueva.

En Castronuevo de Esgueva las suertes se establecían a principio del verano y finalizaban el 30 de septiembre, lo que se le llamaba romper suertes, para dar paso a las tareas agrícolas propias del otoño.


En una ocasión el pastor al que le había correspondido en suerte el pago Cuesta Perdiz vendió las ovejas, pero se le respetó su suerte hasta la finalización del año, pese a no hacer uso de los pastos. Justo el día que caducaba, que se rompía la suerte, dos pastores del pueblo, Juanito y Teodoro Vaquero, acudieron con sus ovejas a Cuesta Perdiz, pues sabían que sus pastos estaban intactos por no haber sido utilizados, y al haber caducado la suerte desde ese día ya no le pertenecía a quien la había detentado y podía utilizarlo quien antes llegara. Por eso se fueron de buena mañana con sus rebaños. Esperaron el inminente amanecer, pero no comenzaba a clarear, y las ovejas tampoco hacían por comer ese pasto inmaculado; ni veían ni tenían hambre. Dieron vueltas y vueltas por el pago, cada vez más cansados y extrañados de que el sol no hiciera su aparición por el oriente. Pasadas varias horas vieron llegar a otros pastores, con sus mismas intenciones de colonizar los pastos rebosantes por inutilizados. Finalmente Juanito y Teodoro se dieron cuanta de que lo que les había sucedido era que se habían equivocado de hora: pensaban que habían llegado a Cuesta Perdiz cerca de la aurora cuando en realidad había ido ¡¡a las tres de las mañana!! 


No es la única peripecia que le ocurrió a Juanito. En una ocasión cuando llevaba su rebaño a estabular se encontró en medio de la calle a la señora Priscila empujando la silla de ruedas de su marido, Julio, quien había sido el carpintero y carretero de Castronuevo pero se encontraba ya postrado en silla de ruedas. Incapaz de dominar a las ovejas, estas acabaron saltando por encima de la silla de ruedas y del pobre señor Julio.


En otra ocasión, tras ordeñar y dejar estabuladas a sus ovejas, se dirigía a su casa, ya muy tarde, cuando le sorprendió algo negro que cruzaba la calle a gran velocidad. La noche cerrada le impidió precisar y el miedo instintivo le hizo pensar en un fantasma. Resultó ser la señora Celia, que había salido de casa a tirar aceite usado a un contenedor, y como tal práctica estaba prohibida lo hizo a media noche con bata larga y tapada de negro, rostro incluido, para no ser reconocida.

ARCHIVADO EN: Villancicos, Navidad